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viernes, 22 noviembre
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Carnaval, carnaval…, por F. Navarro

Groucho_Marx

Treinta y cinco años pasan volados; la gente cree que el que pase el tiempo tiene mucho mérito, pero quía. Hay que ser respetuosos con el calendario. Pero, aún más, con la hora; muchísimo más. Hay criaturas que parece que lleven el reloj de adorno, son capaces de fastidiarles la Sexta a todo un convento de clausura, sin un asomo de rubor ni arrepentimiento. Pero ya verán a Pedro Botero, ya. Y no les va a hacer falta reloj.

Uno siempre fue muy carnavalero. Hasta que hubo que encomparsarnos, acompasándonos a como decían quienes mandaban. Lo que no consiguió ninguna dictadura mediante calabozos, multas y vergazos, lo consiguió un alcalde socialista. A fuerza de premios y subvenciones acabamos todos colocaditos en fila y eligiendo temas etéreos y profundos para nuestros disfraces. La sorna, la ironía y las bromas pesadas de las carnestolendas se integraron en los colectivos de la sociedad civil.  Con decirte, rumboso lector, que este que escribe salió  en una comparsa de mariquitas. Con su caparazoncito a topitos, su antenitas y sus mallitas negras. La primera y no más, Santo Tomás…Y pensar que el año anterior el disfraz fue un mono azul y la funda de una garrafa en la cabeza con varios agujeros una zanahoria de nariz.

Hace treintaicinco años (que pasan volando, etcétera) uno ya andaba en faenas laborales, usaba para desplazarme al tajo en un ciclomotor Mobylette, con cuadro de señorita, de esos que usaban los lecheros de nuestra ciudad para su albo y nutricio reparto. En aquellos tiempos en los que las fiebres de Malta eran algo común, los vaqueros iban de casa en casa, sobre el velomotor que llevaba unos soportes en la parte trasera en los que metían las cantaras, abolladísimas, y con las botas llenas de bostas y cacofonía.

Como digo, el espíritu carnavalesco que por entonces me sojuzgaba llevo a disfrazarme, de Groucho Marx por más señas. En aquella época tan profunda, uno lo tenía como filósofo de cabecera. Con lo que, a modo de modesto homenaje, me transmuté en el hijo del sastre de Brooklyn. Para poder peinarme con las raya en medio y elevar las guedejas a la guisa marxiana estuve tres semanas sin lavarme el pelo. El peinado quedó absolutamente esculpido. Un traje negro (mi familia no era de chaqué), una corbata como la vida de un pobre y los calcetines blancos; la nota de color y rebeldía.

Y a la calle. Entonces no había edad mínima para abrevar zagales. El caso es que me pase de combinados y con una melopea como la de un general me tuve que ir a cumplir con mis nobles y probas obligaciones laborales, velomotor mediante.

A la Mobylette aquella en los baches se le movía la bombilla del faro y se quedaba a oscuras. Había que parar y darle unos golpecitos para que recuperase la luz. Con la euforia de no haber cocido la melopea y a bordo del ciclomotor de la luz evanescente, la luna nueva del carnaval hizo el resto. Este diente partido, ¿lo ves? es la secuela.

Hay que ver lo pronto que pasan treinta y cinco años.

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