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viernes, 22 noviembre
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El tío Pío cantaba por Escobar, por F. Navarro

mi-cortijo

El tío Pío no fue a Eaton, ¡qué va! Ni conocía a Wilde, ni a nadie que fuese un dandy. Tampoco recibió clases de piano, ni le dio lección ningún preceptor, no. El tío Pío era el más pequeño de los hermanos, el último que abandonó la casa, rubio como un litro de vino y con la nariz aguileña como el indio Jerónimo.

Bogas Bus

El tío Pío sirvió en el Sahara, de sanitario, repartiendo vacunas y pasando revisiones en las jaimas, sabiendo medio leer. Una vez consiguió evitar la lapidación de una adúltera, a tiros. Se tuvieron que llevar a la mujer a Smara, si la hubiesen dejado en la tribu tarde o temprano habrían acabado con ella. Lo trajeron licenciado subido en el patín de un helicóptero porque no había sitio dentro y con un brazalete de esparadrapo en el que escribieron su nombre por si se caía. De África se trajo fotos en blanco y negro de mujeres turbadoramente desnudas, compradas en un garito de El Aaiun; las escondía en una mesita del desván a la que teníamos acceso los sobrinos.

Cuando vino licenciado, el abuelo ya había vendido la última yunta de mulas y a “Tachuela” el borrico, que era más viejo que un galápago, según contaban los otros tíos, por lo que se tuvo que hacer tractorista. Aprendió en seguida; era muy hábil con las maniobras y araba siempre recto. Era el héroe de los sobrinos. Mantenía siempre el baluarte (que es como en esta tierra del Señor se le llama al conjunto formado por los aperos y el tractor) limpísimo y perfectamente engrasado. Ungía las piezas con una alcuza, otras veces con una pluma, cariñosamente; de vez en cuando usaba una bomba que parecía una pistola intergaláctica.

El tío Pío, cuando iba en el tractor cantaba El carcelero de Caracol («Carcelero,carcelero,/¿por qué no abres puertas y cerrojos?/ Ayyyyyyyyyy./Abre puertas y cerrojos…») a grito pelado, incansablemente y repitiéndola una y otra vez mientras maniobraba, decía que cada cantar era para una cosa y Caracol para el tractor le inspiraba. Para las labores de infantería, por lo visto, era más efectivo Manolo Escobar, especialmente Mi Cortijo («Para recordarles/ lo que tanto quiero/ traigo un pasodoble/ por campanilleros, etcétera.» Llevaba, cuando tiraba de azada o de tijeras, una radio metida en una caja metálica de cacao, a la que había puesto unas correas, colgada de la cintura.

El tío Pío, también conducía el coche. Un Seat 1500, negro como el carbón, al que llaman “el moro”. Tenía el cambio de velocidades en el volante y los asientos como sofás, de eskay, que se pega en los brazos y piernas.

El tío Pío, los sábados cuando acababa el trabajo y antes de irse de ronda, se lavaba las manos con lejía viva y un estropajo de esparto, sentado en el suelo del patio. Usaba una palangana vidriada que tenía un desconchón. Después se aseaba en un barreño de zinc, en la habitación del lavadero, en el corral. Se aclaraba el pelo echándose un pozal de agua sobre la cabeza, metiendo medio cuerpo en el lavadero. Una vez limpio se ponía un traje marrón oscuro, siempre el mismo, sin corbata y se peinaba para atrás.

Como el abuelo no era especialmente dadivoso, el tío Pío para poder convidar a la novia al cine y a una cerveza y calamares en el bar Lovi, siempre le andaba pidiendo dinero a las hermanas mayores y rebuscando en las huchas de los sobrinos. Calzaba unas botas de media caña, brillantísimas y con la punta fina.

El tío Pío, ya vestido, le pasaba un trapo a la Montesa Impala que montaba, como Pijoaparte. En ella llevaba a la novia, sentada a “la amazona”, al cine, a tomar algo o al parque. El abuelo no le dejaba “el moro”, no fuese que lo rompiera y el lunes no se pudieran ir al campo.

El tío Pío se casó pronto y con un traje marrón. Aunque seguía trabajando con el abuelo se fue a vivir a otra casa. Poco a poco fue cambiando de costumbres y de traje los domingos. Hasta cambió de copla: «Los mayorales./ Dejad que pasen los mayorales/ y descansen los caballos/ a la sombra del parral./ De los pilares./ Cambiad el agua de los pilares,/ que parezca que se bebe/ en el rocío de un rosal…»

Y es que ya se sabe: el tiempo todo lo puede.

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