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martes, 16 abril

La mujer del pañuelo

La mujer del pañuelo

Aquí me tenéis, laburando tras mi mesa como en un tango. Me gano el pan trabajando para un banco, uno de los de más solera de Tomelloso. En la sucursal de la calle Socuéllamos, casi al lado de la plaza mayor. Calle, que si se tiene el interés de seguir hasta el final, te lleva hasta la plaza del vecino pueblo socuéllamino. Se conoce que antiguamente las cosas, como por ejemplo, el nombre de las calles, se hacían con una aplastante lógica.

Este oficio me hace atender todo tipo de gentes. De todas las clases, condiciones y orígenes. Ese día a día, monótono en apariencia, me permite contemplar sus rostros. Alegres, cuando vienen a cobrar un cheque, la nómina, el jubile,  una herencia o, por qué no decirlo, un premio, aunque pequeño, de la lotería. Nerviosos al pedir el anticipo de la cosecha o una hipoteca. También los hay seguros, impasibles, hieráticos y decididos, los de esos emprendedores de los que hace gala Tomelloso. Y tristes, también veo rostros muy tristes, llorosos, con cara de no haber dormido en no se sabe cuantas noches. Ya os podéis imaginar.

Pero un día, de esos en los que el trabajo agobia —creo que un primero de mes con la oficina llena de pensionistas a poner al día la libreta— y paradójicamente te paras para reflexionar sobre lo divino y lo humano, me ocurrió algo que merece la pena ser contado. A pesar de tener la mirada perdida en el infinito me llamó la atención una mujer que entraba a la oficina. Cubría su cabeza con un pañuelo de colores, lo recuerdo, turquesa y rosa. El tocado, que destacaba sobre su tez pálida y chupada, ocultaba la calvicie necesaria, producida por el veneno que cada tanto atravesaba cada micra de su dolorido cuerpo, buscando librarla del mal que la consumía.

De su mano, aferrado como un náufrago al madero salvador, un niño pequeño, de tres o cuatro años. Tal vez cinco, ahora que lo pienso. La madre se veía obligada por mor de las vacaciones estivales a llevarlo con ella a todos lados. El zagalillo lloraba que se las peleaba, berreaba por un polo de la Elodia. Por uno de esos trozos de hielo con sabor a limón que son el oasis de este desierto manchego y del que no iba a poder disfrutar hasta “la vuelta”.

La mujer del pañuelo, como un titán, como una titánide mejor dicho, sujeta del brazo al niño y lo arrastra a su altura para hacerle saber, con una sorprendente tranquilidad, que en esta lid ella es la que manda y que “hasta la vuelta” no hay polo de limón.  Y digo titán, titánide mejor dicho, no sólo por la fuerza que, seguro, se ve obligada a sacar tras los vómitos y náuseas mañaneros, sino por la lava que aún se vierte por su cuerpo.

En mi pacata inventiva me imagino que las legendarias amazonas, aquella fraternidad femenina que luchaba contra todo y contra todos, acabaron en esta tierra del Señor, en este poblachón manchego que ellas han hecho grande sacando tierra y lías, haciendo tejas o trabajando el campo.

La oficina estaba llena y la mujer me miró como preguntándome que si se puede sentar en la silla que hay en mi mesa. Le devolví una sonrisa de aceptación. A pesar del interés simple y compuesto, el método hamburgués, los burofaxes y los planes de pensiones soy una persona sensible, aunque esté mal que yo lo diga. A pesar de mi oficio, me emociono con un amanecer, lloro con una buena noticia y me duele hasta la hierba que piso.

Mientras tecleaba, en silencio, la mujer necesita decir:

—¡Parece mentira como echo de menos la rutina!

Y aquella mañana de verano, calurosa e inmisericorde, me confesó su anhelo por volver a trabajar. A esa oficina antigua, pero decorada con cuadros que ella mismo pintó. A buscar obsesivamente los descuadres de la caja sabiendo con certeza que van a aparecer. A teclear en ese ordenador que tiene como fondo de escritorio la foto del diablillo que la acompaña y que no se vaya usted a creer que es tan malo como parece, ¡qué va!

—¡Seguro que cuando vuelva me lo encuentro todo manga por hombro!

Porque albergaba la esperanza de volver a su trabajo, cuando todo esto remita. Y es que “esto no va a poder conmigo”, aseguraba sin ningún asomo de duda.

En la calle el sol caía de plano, el calor no daba un respiro, pero el susurro de la mujer era reconfortante, dulce, acogedor. La mujer se tuvo que marchar, supongo que acabó lo que vino a hacer, no lo recuerdo. Pero antes de irse me dijo que no sabía lo que poner de comida, que odiaba la hora de comer como cuando era pequeña, nada le gustaba. Y, para colmo, el agua fresca le sabía a hierro, como en un castigo de los dioses del Olimpo.

La seguí observando mientras salía. Se encontró con una conocida que le preguntó por la salud. Una innecesaria pregunta cotidiana que hacemos por cumplir y que en el caso de la mujer de nuestra historia, era evidente que su cuerpo mostraba las heridas de la cruenta batalla que estaba librando contra la enfermedad y por su vida.

Y mirando a su hijo respondió:

—Pues sigo, que no es poco.

La luz que ilumina a las mujeres de estas tierras no es otra que su fortaleza y valentía. Por si no lo sabéis, estas heroínas de la vida cotidiana luchan denodadamente con todo lo que se les ponga por delante, contra viento y marea, contra lo humano y lo divino, como en una tragedia clásica. Pero paradójicamente tienen que demostrar esa fortaleza que les adorna, sobre todo ante los hombres.

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