En Talavera de la Reina, provincia de Toledo, hay una pequeña iglesia mudéjar en una plaza recoleta entre calles estrechas. El atrio enrejado alivia del sol con una sombra anacrónica, protectora y, sobre todo, fresca en una calurosa mañana de junio con corbatas apretadas y zapatos de cordones. Ya se sabe el frescor que dan los ladrillos mudéjares; también se les suele decir toledanos. Las caras de los ladrillos se llaman soga, tizón y grueso; la soga es la dimensión mayor que siempre es el doble del tizón. Las caras se llaman tabla, canto y testa. La manera de colocar los ladrillos trabándolos en el muro se llama aparejo. Destacan «a soga» y «a tizón». A soga, el muro lo forman las sogas del ladrillo y tiene el espesor del tizón; a tizón este forma el muro y el espesor es el de la soga.
La plazuela está pavimentada con guijarros. En el centro hay un royo con faroles,tiene una peana alta de losetas que si no fuese por la vestimenta valdría de banco. Hay varios árboles. Han puesto una alfombra roja. El novio vestido de chaqué pasea fumando, con sonrisa impostada y nerviosa. El peinado que luce es la gran obra de un maestro alarife en lugar de una faena de peluquero. Un esplendido aparejo capilar que no deja ningún desconchón a la vista. No recuerdo que haya fuente, los avisos están fabricados con azulejos de la noble ciudad toledana. La novia no viene y el tiempo pasa.
A la Virgen de Fátima tras su coronación la trajeron en peregrinación por toda España. A la Mancha llegó en el 48, año de una gran sequía, según cuentan, por donde iba pasando la imagen se rompía el cielo. De vuelta a Portugal, cuando estuvo en Talavera, la Señora de Cova de Ira en una de las procesiones iba rodeada de palomas. Al pasar por la casa de Manuel Laguna, que llevaba mucho tiempo enfermo, una de las palomas del cortejo se metió por la ventana del dormitorio y se posó en el lecho del postrado. Desde ese momento principió a mejorar de su mal. Se conoce que por donde pasaba iba haciendo el bien.
La novia sigue sin venir y nos metemos al templo.
—A ver si es que se ha arrepentido.
—No sea usted gafe.
El interior de la iglesia parece un documental, a mi cabeza llegan palabras propias de Peridis o de algún locutor de sobremesas en duermevela y que creía que nunca iba a usar, pero que siempre he deseado escribir. El templo es de estilo románico mudejarizado. Se construyó con materiales de origen romano y visigodo, también con mármol y piedra. El principal elemento constructivo y decorativo el ladrillo. El edificio es de planta rectangular, sin cabecera y distribuido en tres naves, separadas por pilares y arcos de piedra túmidos, que rematan en cabecera de testero plano. Destaca su fachada occidental, formada por un rosetón cuyas tracerías están realizadas con ladrillo y un frontal inferior de vanos de iluminación rodeados de arcos de herradura apuntados y polilobulados. Las puertas norte y sur de arquivoltas de ladrillo ligeramente apuntadas. Cuenta con un órgano imponente del siglo XVIII.
El celebrante, un anciano cura con pelo blanco y cejas negras, cabecea y pasea tras el altar con cara de enfado, el acólito le abre las manos con gesto de paciencia. Ya van veinte minutos. El retablo es precioso y altísimo y está sobre un zócalo de azulejos. La pequeña iglesia está llena, el artesonado magnífico y el calor insoportable.
Por fin, tras media hora de retraso, llega la novia. Los futuros esposos y los padrinos hacen el paseíllo. El cura como gesto de bienvenida se levanta la manga izquierda del alba y señala el reloj con el índice de la mano diestra. Se conoce que el hombre quiere recuperar el tiempo perdido y pone la directa litúrgica. La ceremonia lleva una velocidad de vértigo, se salta la Primera Carta de San Pablo a los Corintios, se lee en todas la bodas y todos se la saben, debe pensar el presbítero. Tras el evangelio llega la homilía y la venganza del pio mosén:
—¿Vosotros creéis que es corriente llegar media hora tarde a vuestra propia boda? —apoyado en el atril continúa con la bronca— ¡Vaya una novia! ¡Menuda manera de comenzar una nueva vida!
Y nos cuenta que lo mandaron a una pequeña parroquia en la provincia de Badajoz. Estaba en la taberna que había en la plaza, al lado de la iglesia, en un momento determinado le dijo al tabernero que se iba.
—¿Dónde va usted padre? No lleve prisa.
—Tengo una boda a las cinco y son menos cuarto, voy a prepararme.
—¡Uy! Espérelos sentados.
Por lo visto en aquel pueblo no eran excesivamente puntuales. Los novios llegaron tres cuartos de hora tarde. El páter se dirigió a la concurrencia:
—Queridos hermanos, ahora nos vamos a ir caminado todos a la taberna de la plaza. Todos menos los novios, que se van a quedar aquí en la iglesia, sin salir y por el doble del tiempo que nos han hecho esperarlos.
A la hora y media volvieron. Fue la última boda a la que se llegó tarde en aquel pueblo.