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jueves, 25 abril
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El ultimátum de la abuela, por F. Navarro

cuchillo

Ninguna de las dictaduras del siglo XX consiguió acabar con el carnaval ni la prostitución en Tomelloso. Esta se realizaba (realiza) siempre en casas para tal fin, generalmente reguladas y legales aunque también existían lupanares ilegales ubicados en los cuartillejos. Estos eran casas edificadas fuera del casco urbano, casi siempre en alguna era, parecidas a las de labor y alejadas bastante unas de otras. Eran edificios de una nave, con tejado a dos aguas, paredes de adobe y encaladas, de una planta. Por dentro eran como las casas de las viñas: cocina con chimenea, dos poyos para los colchones a cada lado del fuego y una cuadra separada de aquella por dos pesebres. En casi todos criaban gallinas, pavos y patos. No todos los cuartillejos era prostíbulos pero en todos vivía gente misérrima.

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El comercio carnal que se realizaba en esto lugares estaba muy perseguido por las autoridades, pues las cuartillejeras, que así se les llamaba a quienes ejercían en esos lugares, escapaban a los controles sanitarios con el riesgo de transmisión de enfermedades venéreas de terribles consecuencias en aquellos años. A estos establecimientos acudían los jovenzuelos y gentes poco pudientes, a quienes resultaba caro el precio de los servicios de las casas legales.

El abuelo era un agricultor de medio pelo, de esos que tenían, por lo general, una yunta o dos de mulas y media docena de hijos que trabajaban para ellos desde que podían levantar la azada o sujetar el arado en el surco. En cuanto la prole podía gobernar el timón del arado, estos se quedaban en el pueblo haciendo los negocios propios o nada. Y claro, como en aquellos años había pocas distracciones, de vez en cuando se asomaban por alguna casa o cuartillejo, dependiendo del valor de la venta del vino hogaño.

Él también realizaba visitas esporádicas a aquella parte de la ciudad. Hasta que pasaron a ser habituales. Semanalmente cruzaba el canal por la puente de hierro y se encaminaba  al edificio elegido con anterioridad a recibir los auxilios propios de ese gremio. Era altísimo, rubio y bien parecido; tenía a gala haber sido lancero de la reina

Mi abuela, que no alcanzaba el metro y medio, vivaracha y eterna Úrsula Iguarán en tierra seca, empezó a sospechar y cierta mañana lo siguió a distancia y descubrió la celada. Se volvió a la casa a continuar con sus faenas. Cuando se aceraba la hora del regreso de su marido cogió un cuchillo de la cocina y se encaminó a la portada a esperarlo. Al entrar mi abuelo al porche se sorprendió de ver a su mujer esperándolo:

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—¿Pues qué pasa, chica? —que así la llamaba.

Ella sin contestar se le acercó y le propinó un puñetazo en las partes blandas, ya que no alcanzaba a darle una patada. Del golpe se desplomó al suelo cayendo sobre la espalda. Aprovechando que su hombre estaba en el suelo, la abuela le puso la punta del cuchillo en la nuez.

—La próxima vez que te vayas de putas, te corto el cuello —le susurró al oído.

Aquella fue la última vez que mi abuelo requirió los servicios de una meretriz.

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