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viernes, 22 noviembre
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Montesinos, por F. Navarro

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La casa natal de Sibelius está en Hämeenlinna, en la provincia de Finlandia del Sur. Quienes la han visto desaconsejan su visita ya que es, por lo visto, un montaje para turistas. No obstante, en la casa de ocre fachada vino al mundo el mejor compositor finés que han dado los tiempos, personaje real de todas todas.

La casa natal de la ficticia Julieta de Capuletto, está en Verona, Italia. Tiene mucha concurrencia turística, en el paso de entrada a la casa los visitantes pegan cartas y mensajes de amor en paneles colocados en la pared. Billetes hubiese quedado mejor, más sentido y romántico. En el patio hay un balcón en donde los viajeros imaginan a la shakesperiana véneta aguardando la subida de su amado Montesco. En el mismo impluvio hay una broncínea, y romántica, representación escultórica de la joven enamorada a la que hay que, como marca la tradición, tocar la mamella derecha para regresar a Verona y encontrar el verdadero amor. El seno diestro de la estatua destaca completamente brillante y bruñido.

La ficción se confunde con la realidad y más cuando hay cuartos de por medio.

En estas tierras manchegas, dónde los pueblos pelean por ser el lugar de cuyo nombre Cervantes no quiso acordarse, con sesudos y taxónomicos estudios, en base a la distancia que puede recorrer en una jornada un hombre de medio siglo sobre un caballo medio muerto, hay infinitas casas natales del famoso hidalgo. Los manchegos estamos convencidos de que D. Quijote pasó por aquí, en carne mortal y más cuando se celebra algún centenario de la publicación de la famosa novela.

Hace muchos años, creo que en 1984, en el periodo entre el tercer centenario, en el que Azorín nos trajo el espíritu quijotesco y cervantino a estas parameras y el cuarto, en el que la Junta nos puso las infraestructuras turísticas y el sentimiento de sitio, aprovechando un sábado en Ruidera, acudimos Mari Carmen y un servidor a visitar la famosa Cueva de Montesinos. Sentado a la sombra de una carrasca estaba un señor mayor, jubilado supusimos, tocado con una gorra de tela blanca. Estábamos los tres solos.

—¡Jefe! ¿Quieren ver la cueva de los montesinos? —me dijo amablemente.

—A eso venimos. —le señalé— ¿Cuánto vale?

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—Veinte duros cada uno.

—Pues ale.

Nos paso por una oquedad y encendió una linterna cuadrada blanca y verde, con un asa. Es extraño que recuerde mejor la linterna que lo que nos mostró nuestro cicerone. Corría un regato y la rocas eran blancas, como de cuarzo. El hombre caminaba delante nuestro alumbrando con el farol y marcándonos el camino, no nos decalabrásemos con un roca. Cuando alcanzamos una especie de sala en la que pudimos ponernos erguidos, nos relató la historia con acento y dicción de Ossa de Montiel:

—En esta cueva estuvo Quijote escondido tres días porque lo querían matar los montesinos. Aquí mismo. —remarcó.

El episodio en la novela cuenta que Don Quijote fue bajado a la cueva por Sancho y un estudiante. Allí, relató el hidalgo cuando lo sacaron, había visto al primo y amigo de Montesinos, Durandarte, el cual yacía en carne y hueso en un sepulcro de mármol debido a un encantamiento del mago Merlín. Dijo que también estaban allí encantados Belerma, dama de Durandarte; su escudero, Guadiana, convertido en río, y otros muchos amigos y parientes de Durandarte convertidos en lagunas. Montesinos, por aquí, son los que hacen monte: los leñadores.

—¿Está usted seguro? —le cuestioné.

—¡Seguro del todo! —afirmó— Yo no lo he visto, pero mi abuelo conoció a uno de los montesinos que querían matar a Quijote. Era de Alhambra y le contó la historia bien contada.

Quijote andaba por las Lagunas de Ruidera en una de sus infinitas salidas. Como estaba el hombre loco, se escapaba de su casa y hasta que lo encontraban hacía muchas trastadas y malos hechos. Era de Argamasilla de Alba. Se conoce que había un grupo de montesinos por el castillo de Rochafrida desmontando un terreno y haciendo leña. Quijote, mientras dormían, les cambió la leña de sitio y les quitó las herramientas, rompiendo muchas de ellas; pero hizo ruido y se despertaron. Comenzaron a perseguirle con intención de matarlo por el mal que les había hecho. Los hombres de entonces eran más bragados y aguantaban menos bromas. Él huyó refugiándose en la cueva, a los montesinos les daba miedo entrar y lo esperaron en la boca para cuando saliese. Afortunadamente a los tres días llegó la familia del hidalgo que andaba en su busca y pagaron los platos rotos, bueno, las hachas rotas y los jornales perdidos. Eran ricos. Se lo volvieron a llevar a casa.

Tras el relato nos devolvió a la superficie. Le pagamos y nos fuimos.

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