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sábado, 23 noviembre
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Don Lucio el pintor, por F. Navarro

pintura

Don Lucio era artista; pintor por más señas. Ejercía de ello en una ciudad en la que le das una patada a una piedra y aparecen media docena de pintores figurativos, tres abstractos y catorce poetas. Pero no desfallecía.

Don Lucio estaba calvo. Lucía una calva esplendida, rotunda y morena; siempre cobriza le daba un aspecto saludable, más estético, como si dijéramos. Dejaba crecer los cuatro pelos que rodeaban su cráneo y se le rizaban atrás; aquello le confería una estampa más artística, más de la bohemia. Don Lucio nunca estuvo en un ático de París, pero siempre llevaba manchitas de óleo en la ropa, estratégicamente situadas y las manos puercas de pintura, como estandartes de su oficio. La suciedad en los cristales de las anacrónicas gafas que gastaba los hacía prácticamente opacos.

Pintaba paisajes abusando del verde: los cuadros parecían guisos de acelgas. Los ocres tampoco los tenía muy definidos, tirando al amarillo de la paella. Sin embargo, era inquebrantable, pintaba y pintaba paisajes inexistentes e imposibles de distinguir a través de los lentes, sin ningún asomo de flaqueza. También mantenía impertérrita la pose de artista: miraba al infinito, sufría vahídos, hablaba una extraña jerigonza, se despistaba en las conversaciones, sufría de mal genio, no creía en Dios y fumaba “Ducados”.

Don Lucio se beneficiaba a una viuda cincuentona, frescachona y aún jugosa, que tenía un bar. No sé sabía si la relación venía de antes del óbito del marido de la viuda.

—¿A los cuantos años se puede casar la mujer de un viudo?

—Váyase usted a hacer puños para hoces.

La viuda le dejaba exponer las acelgas en las paredes de la cantina y lo mantenía a pan y cuchillo. Él se sentaba en los veladores, afectadamente y trasegando coñac del país. La dueña lo miraba de vez en cuando desde la cocina, con cara de satisfacción. Nadie le compró nunca un cuadro, ni siquiera por caridad. Eso hacía que se sintiera, pizca más o menos, como un Van Gogh manchego (y manchado).

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Paradójicamente su mejor amigo era un pintor, enjalbegador más bien, de patios y trascorrales. Un tipo que se peinaba con gomina y tenía patillas de bandolero o de cantaor. Conducía una bicicleta de carreras calzado con zapatos de punta fina. Tenía una cuadrilla que parecía sacada de una foto de principios del siglo veinte cambalache. Uno que se llamaba Circuncisión, que no levantaba metro y medio, otro al que decían Lolo, más largo que una feria sin cuartos. Había otros dos que no me acuerdo como se llamaban, dicho sin ánimo de ofender.

Tiraban la cal con mucha maña, con una sartén vieja atada a un palo largo. También echaban cintas con tierra de La Roda y filetes con cemento muy aguado. Almorzaban con vino. El encalador era más malo que el rejalgar.

Don Lucio murió y sus deudos están esperando que pase lo que con el holandés que dijimos hace un rato. Sentados, claro.

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