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lunes, 23 diciembre
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La verdadera historia de Apolonio Pardo, por Manuel Buendía

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Desde su tierna infancia, el joven Apolonio Pardo gustaba más de salir al campo con su abuelo que de ir a la escuela, tal fue que dejó muy pronto la instrucción académica en las letras y los números para aprender el oficio de pastor y espartero como su abuelo. Todas las mañanas, a eso del alba, salían abuelo y nieto por la vereda en dirección al monte acompañados de sus ovejas y cabras, y durante el trayecto recogían esparto que cargaban sobre un burro, que junto a tres perros formaba el equipo de trabajo de esa singular plantilla.

El trayecto duraba algo más de una hora, hasta que llegaban a una parcela de monte bajo y pastos que el abuelo tenía arrendada, y donde tenían un pozo y una choza arreglada en torno a un tapial, vestigio de alguna antigua construcción. Una vez acomodados dejaban su rebaño de herbívoros domésticos al cuidado de los perros y comenzaban a trabajar el esparto para hacerlo flexible y manipulable, al tiempo que el experimentado abuelo iba enseñándole al joven Apolonio los secretos del trenzado del material, labor denominada «pleita». Al atardecer regresaban al pueblo y mientras que el resto de la familia ordeñaba los animales y preparaba los quesos, abuelo y nieto continuaban trabajando, elaborando cinchas para los quesos, cuerdas, fundas de botellas, serijos, cestos, y toda clase de artículos de esparto y pita.

Apolonio era un chico de gran corpulencia, carácter algo retraído y naturaleza salvaje, por eso se sentía libre en el campo y entre los animales. Desbordaba imaginación, y hablaba con sonidos guturales casi ininteligibles, sin embargo en la labor de pleita se mostraba comunicativo creando formas, a veces abstractas y otras figurativas, que iban más allá de lo puramente práctico, pero él era bruto y asocial. Su gran aptitud para ese trabajo y los resultados tan espectaculares que con ello conseguía no pasaron inadvertidos en el pueblo -a pesar de que el joven pastor no se relacionaba con nadie- por ello el concejal responsable del área de cultura le propuso organizar una muestra en la sala de exposiciones municipal.

El evento fue un éxito total, a pesar de que mucha gente no entendía que eran exactamente esas obras tan raras, ya que la exposición consistía en unos murales con mucho volumen en los que el salvaje artista quería representar paisajes del monte, cabras, conejos, perros, y hasta un retrato de su querido abuelo recientemente fallecido. Había también varias esculturas: unos serijos con la forma de una cabra, un burro, o un perro acostado. Aunque no eran puramente realistas, no eran formas torpemente representadas, ya que éstas tenían movimiento y una expresividad muy potentes creadas por hilos de esparto sueltos o tejidos de una manera menos comprimida, de tal forma que incluso una leve brisa les hacía de moverse.

Quiso la fortuna que la exposición coincidiese con las vacaciones de uno de los insignes hijos de la villa; un escritor y profesor de literatura universitario que residía en Nueva York. El afamado hijo predilecto vino acompañado de un importante galerista de la Gran Manzana, y ambos quedaron prendados del trabajo de del joven Apolonio, proponiéndole éste inmediatamente trabajar y exponer en Nueva York.

La vida le dio un giro de ciento ochenta grados, y Apolonio no se lo pensó dos veces; con veintitrés años, y sin haber salido nunca del pueblo excepto para ir al monte, hizo sus maletas y se marchó a conquistar Nueva York. El galerista le buscó un apartamento amplio donde poder vivir e instalar su taller, y lo más curioso fue la rápida adaptación de un bruto paleto criado entre animales a ese mundo tan distinto a aquel que dejó en el pueblo. Aprendió inglés muy deprisa, y la explicación quizá esté en que su actitud era la de un niño cuando aprende a hablar por primera vez. Cambió el esparto por cables, plásticos, y alambres metálicos. Su naturaleza salvaje y la ausencia de referentes culturales fueron la energía creadora carente de prejuicios y barreras. Triunfó inmediatamente, y su triunfo no fue efímero, ya que durante los siguientes veinte años siguió creciendo artísticamente hasta ser considerado uno de los más grandes artistas contemporáneos.

Desde el primer momento en la capital del mundo Apolonio empezó a vivir todo lo que nunca había vivido, libre de prejuicios, sus únicas opciones sexuales habían estado hasta entonces en decantarse entre las cabras o las ovejas, ahora sin embargo se le ofrecían multitud de opciones, y todas ellas las probó. Otro problema a resolver fue el de adaptar su nombre a su nueva vida de triunfador, y muy pronto el artista antes llamado Apolonio Pardo pasó a llamarse Apolo Brown.

Veinticinco años después de su marcha Apolo Brown volvió a España por primera vez a inaugurar una exposición antológica sobre su obra en el Museo Reina Sofía, y después marchó a su pueblo donde fue recibido como los americanos cuando pasaron por Villar del Rio en la famosa película de Berlanga.

Todo el pueblo se había congregado en la plaza, y el antiguo concejal de cultura, ahora convertido en eterno alcalde democrático, con la banda cruzada en su frac y las llaves de la ciudad en las manos le recibió entre un estruendo de gritos, cohetes y música de solemnidad. Apolo -inmensamente grande- salió de la limusina escoltado por dos efebos imberbes vestidos con cueros plateados y negros, y entonces todo el mundo se abalanzó queriendo saludarlo y besarlo, y Apolonio Pardo, ahora llamado Apolo Brown, exagerando el rictus, y con un acento extremadamente yanqui, dijo su famosa frase: «¡Aparten! no conozco; yo joven cuando marché».

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