Como la mayoría de las costumbres y tradiciones arraigadas en nuestra sociedad, la festividad de San Antonio Abad (San Antón) tiene una raíz pagana que se remonta a los romano y las celebraciones del Solsticio de Invierno. Todos los ritos de esta tradición se siguen manteniendo bastante arraigados en las zonas rurales, y la Mancha es una de las zonas dónde más arraigada está esta fiesta.
San Antonio Abad (del que se decía que era amigo de todos los animales y especialmente de los cerdos pequeños o “cochinillos”) vino al mundo a mediados del siglo III d.C. en el Alto Egipto, y con escasos 20 años de edad vendió todas sus posesiones y se retiró a una vida ascética y contemplativa en el desierto. Los hagiógrafos afirman que a la muerte de su amigo Jerónimo de Estridón, Antonio le dio cristiana sepultura ayudándose de leones y otros seres de dos y cuatro patas. De ahí viene sin duda su acertada elección como patrón de los sepultureros y de los animales.
Pero la leyenda más interesante es la que tiene que ver con el cerdo salvaje que decidió acompañarle toda su vida, una vez que el santo le otorgó el milagro de devolverles la vista a sus jabatos. Los cristianos de siglos posteriores acostumbraban a representar a San Antonio con un cerdo domado a sus pies, dando a entender así que el santo había logrado dominar la impureza con su vida milagrosa.
LAS HOGUERAS DE SAN ANTÓN EN LA MANCHA
Aunque quizá sea una de las tradiciones más enraizadas con la religión, también en ellas podemos reconocer los ancestrales ritos paganos de las hogueras que ahuyentaban los malos espíritus del ganado y de los animales domésticos, evitándoles enfermedades y plagas, asociadas al poder purificador del fuego. Además adquirió importancia el carácter triunfante sobre la herejía que caracterizaba la identidad de San Antonio, en una tierra cuyas fronteras estaban siendo permanentemente acosadas por los «infieles» musulmanes.
Como en otros lugares de la Europa medieval, era costumbre en muchos lugares quemar los restos de las podas que habían quedado después de finalizar las tareas agrícolas del invierno. En la Mancha, tanto con los sarmientos de las vides, como con las ramas de los olivos, y los enseres viejos que habían quedado inservibles para la faena, se hacían fuegos rituales. Los capazos impregnados de aceite eran material ideal para la combustión, lo mismo que la ropa o los muebles viejos.
En nuestra tierra, la tradición arraigada en el tiempo y con un sentido especial para el sector vitícola: Las luminarias (hogueras).
El día anterior a la festividad del santo, el 16 de enero, desde primera hora de la mañana las calles se llenaban de montones de leña y los lugareños preparaban sus hogueras (luminarias). Hablamos de épocas en las que las calles eran de tierra. Ahora con el asfalto, está prohibido y los ayuntamientos habilitan espacios donde “plantar” los montones de leña para las hogueras.
A la caída de la noche, a partir de las 20:00 horas, la tradición mandaba que se enciendan las hogueras para que la familia y amigos se reúnan alrededor con comida y bebida en lo que se convierte en un momento de fiesta que traspasa la tradición religiosa que se prolonga durante la fría noche de invierno.
¿Qué tiene que ver esto con el vino?, esta tradición está arraigada principalmente en los pueblos de interior cuya economía, ha estado basada en la viticultura y agricultura en general.
San Antonio Abad, San Antón es el santo que protege los animales domésticos, entre los que estaba el ganado (cerdos, gallinas, ovejas) con los que se alimentaban y los animales de tiro como los caballos y en nuestra zona, especialmente las mulas, que eran las que se llevaban la parte más dura del trabajo en el campo.
Además de la pira oficial de la Hermandad de San Antón, casi todas las casas del pueblo solían encender su propia hoguera (eso sí, de menores dimensiones) frente a la puerta de la calle, con el fin de que el Santo protegiera de todo mal a caballerías, cochinos, gallinas, conejos, palomos, perros u otros animales del estilo. De hecho el fuego ha sido considerado secularmente un símbolo de purificación y remedio infalible para ahuyentar las calamidades. Se sabe incluso que durante la Edad Media fue utilizado para limpiar una maldición también asociada al Santo, y ciertamente temible por su carácter incurable: el fuego de San Antón o ergotismo. Se trataba de una enfermedad causada por la ingesta de centeno contaminado por cornezuelo, un hongo parásito del cereal, y que provocaba a la víctima síntomas típicos de intenso frío y posterior quemazón en el cuerpo. En estados avanzados el mal desembocaba en graves mutilaciones, parálisis e incluso la muerte.
Y por fin llegaba la jornada del 17 de enero, el día oficial de la fiesta. La mañana, como es lógico, se dedicaba a oficiar la misa y la procesión de San Antón recorriendo varias calles del pueblo. Cuando la localidad era pequeña y la procesión tenía visos de acabar demasiado pronto, los cofrades solucionaban la papeleta dando varias vueltas al casco urbano… No hay dificultad que no pueda ser salvada por la devoción de las gentes. Al caer la tarde los jóvenes se dedicaban a “santonear”, es decir, a deambular por las calles con caballerías (mulos, caballos, burros), normalmente al trote rápido o al galope y con el consiguiente riesgo de caídas, vuelco de carros o atropellos generalizados. La mayoría, sin embargo, se lo tomaban con mayor parsimonia y así llevaban en brazos a sus mascotas preferidas hasta el lugar donde aguardaba la imagen del Santo, a fin de lograr su bendición por aquel año. En definitiva todo un día de festejos en mitad del oscuro invierno, lleno de intensidad y haciendo valer ese dicho popular tan arraigado que afirma que: “Hasta San Antón, Pascuas son”.
EL GORRINO DE SAN ANTÓN
«El gorrino de San Antón» era un cerdo que antiguamente, en los pueblos de la Mancha, Castilla, y Extremadura, se alimentaba entre toda la comunidad durante todo el año, y cuando llegaba ésta fecha (San Antón; 17 de Enero) se le sacrificaba y todo el pueblo hacía una fiesta, y compartían su carne, e incluso ésta se repartía entre los más necesitados. En muchos lugares la tradición cambió y lo que se hacía era sortear el cerdo en unas rifas, en todo caso tanto la crianza como el destino del cerdo eran siempre igual.
En numerosos pueblos manchegos y de toda España la llegada de la tradicional fiesta de San Antonio Abad da inicio a otra costumbre no menos valorada: el famoso gorrino de San Antón. Es además una de las contadas ocasiones en que la tradición de origen religioso, siempre ligada a un día concreto del santoral, se extiende de forma ininterrumpida durante los doce meses del año.
Se cree que la tradición del cerdo de San Antón se remonta al menos a la Edad Media, pues era costumbre de hospitales y hospederías soltar sus animales para que pastasen libremente por los alrededores. Para evitar que cualquier desalmado los robase era rito obligado ponerlos bajo la tutela y el patrocinio del santo: nadie en su sano juicio se atrevería a llevárselos provocando la ira de su benefactor.
En los meses de febrero o marzo de cada año, era común hasta hace muy poco donar un cochinillo como agradecimiento a algún favor recibido de San Antonio. Por lo general se le colocaba en el cuello una cinta de color con una campanilla, y tras ello se soltaba para que deambulase libremente por las calles en busca de alimento y compañía. Desde luego el cochino no tenía que complicarse mucho la vida para encontrar el sustento, puesto que al sonido alegre de la campanilla los vecinos sacaban rápidamente a la calle cualquier golosina, restos de comida, harina de cebada o salvado. Otras veces se trataba simplemente de granos de cebada, guisantes o guijas, pero en cualquier caso alimentos perfectamente apetecidos por el animal, que como todo el mundo sabe es capaz de ingerir cualquier cosa.
Era asimismo frecuente aprovechar los hoyos y baches de las calles, o bien las cunetas de los caminos cercanos, para vaciar unos cuantos cubos de agua y preparar así al gorrino un magnífico baño donde revolcarse. De forma natural estos animales se dan con frecuencia baños de barro para librarse de los parásitos, por lo que el animal agradecía sinceramente el detalle, aún más si se realizaba durante las largas y calurosas jornadas veraniegas. Día tras día acudía al lugar donde la comida disponible era más de su agrado, una especie de “menú a la carta” que ya hubieran querido muchos de sus vecinos humanos. Con la comida le facilitaban el agua, y cuando en aquella casa ya no había nada que rascar, cambiaba sin dudarlo de restaurante en una búsqueda constante de mimos no siempre merecidos.