Eduardo Galeano, apoyado sobre la plana superficie de la mesa de un bar lee unas cuartillas con voz acompasada y acento oriental. El lugar, mirándolo mejor apenas llega a taberna, está alicatado hasta media pared con azulejos alguna vez blancos. La mesa es de madera, extrañamente limpia y pulida; de forma geométrica y perfecta.
Galeano lee alargando los fonemas, como Manuel Alexandre, pero con voz más profunda y gesto adusto; no sonríe. Onetti observa desde la eterna cama, en Santa María.
Bajo la lacada superficie del mueble la carcoma devora la madera pacientemente, como una metáfora de la vida: la aparente perfección exterior está minada por gusanos. O una parábola. O la Celebración de Thomas Vinterberg
Galeano protege su engolada voz cubriéndose la cabeza con una gorra azul de viejo marino.
Pedro Marina Cartagena le cortó la oreja a un legionario y negó a Nuestro Señor tres veces antes de que el gallo cantase.
Galeano sube cada día a la casa de Onetti, con actitud genuflexa y más borracho que su maestro. Aguanta los improperios y humillaciones pues necesita ejercer de amigo de un futuro muerto famoso.
—Usted, Galeano, aprenda a escribir antes de venir a mi casa. O mejor, no aprenda y tírese al tren.
En una ciudad como Madrid, fría y con dura pronunciación, los inviernos son crudos para los orientales. Suena una música, parece de Glass, rimbombante y pretenciosa, Galeano mueve los labios pero no se oye lo que recita.
El monje Guido D’Arezzo, sobre el año 1000, elaboró la primera notación musical al asignar los nombres de las notas con la primera sílaba del himno «Ut queant laxis» de Paulus, Diáconus Cassinensis. Solo seis, pues la séptima, Si, era considerada un tono diabólico (diábulus in música).
La música para de golpe y Galeano sigue leyendo.
El muerto famoso mira desde la cama, eternamente condenado a ser testigo de las lecturas de su discípulo como castigo a sus humillaciones.
Las carcomas trizan la madera.
La dura pronunciación es peor que el frío.