Mediaba septiembre, todavía hacía mucho calor. Aún usaban como salita el patio cubierto, pieza más fresca que la titular en el tiempo de verano. Después de mayo trasladaban el tresillo, la mesa y sillas para comer y, por supuesto, el imprescindible televisor a esa parte de la morada. La colocación daba sensación de provisionalidad.
Durante toda la semana previnieron por uno de los dos canales televisivos la entrevista que un tipo con bigote a lo Easy Rider haría el sábado por la noche a un mago israelí. Recomendaban a los televidentes que tuviesen preparados durante la emisión los relojes rotos que tuviesen, además de cucharillas de café y otro menaje, ya que el increíble brujo semita haría que de nuevo anduviesen los cronógrafos y las cucharas se doblasen y rompiesen solo con el poder de la mente.
Tras la cena la confiada madre fue a por despertador verde. El reloj era de un verde aeronáutico y las manecillas brillaban en la oscuridad. El nigromante, un tipo con el pelo revuelto, hablando en inglés y traducido por el presentador del bigote, explicaba que había que dejar los relojes mirando a la tele, que él los haría marchar, telequinesia mediante. Después conminó a la audiencia a coger una cucharilla y partirla imitando su técnica, además de con la fuerza del magín.
El padre se aplicó afanosamente en la tarea de romper la cuchara. Lo consiguió diez minutos después de que acabase el programa; empleando blasfemias y fuerza bruta. El reloj seguía parado. Después pusieron un telefilme de detectives que tenía cautivado al cabeza de familia.
—Antonio, llévame al médico que no me encuentro bien. —dijo la madre.
—Te esperas a que acabe la serie.
—De verdad, que estoy muy mala.
—¡Qué te esperes!
La mujer se tumbó en el sofá. Al poco rato vomitó en el suelo. Ella misma lo limpió.
—Te ha sentado mal la cena. —sentenció el marido sin dejar de mirar la pantalla.
El hijo, de doce o trece años, observaba la escena asustado pero intentando guardar la compostura. Miraba a la televisión y a su madre, cada vez más angustiado.
—Antonio vamos a dar un paseo, necesito que me dé el aire.
—Cuando acabe esto.
—Antonio, por Dios te lo pido, estoy malísima.
—Vete tú sola.
El hijo terció:
—Vamos mamá, yo te acompaño.
Salieron a la calle. Dieron un largo paseo por las rúas en penumbra, la madre con la cabeza agachada y cogida del brazo del zagal. Después de una hora de andar la mujer recobró la alegría que le caracterizaba.
—¡Qué gusto, ya estoy buena!
—Me alegro mamá.
—Venga, vamos a correr.
—¡Mamá!
—Corramos y saltemos. Riamos. Estaba malísima y ya estoy buena: pensaba que me moría.
—Mamá, por favor, no me avergüences. Pensarán que estamos locos.
—Que piensen lo que quieran.
Se pusieron a trotar cogidos de la mano, al poco tiempo el hijo había perdido el pudor y se dejaba llevar, saltando y riendo como la madre. Cuando llegaron a la casa el padre se había acostado, despreocupadamente y sin esperar su regreso.
En la pieza se oía el tictac del reloj verde avión. Madre e hijo se miraron.