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domingo, 22 diciembre
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El ego que no cesa, por F. Navarro

ego

No sé a ti, inexorable lector, pero a uno, seguramente se deba a la provecta edad que va alcanzando, cada vez le agotan más determinadas actitudes, especialmente la presunción vana y, quizás más, la condescendencia. Ambas macas suelen casi siempre darse, a la vez,  en las mismas personas.

Hay tipos con un ego como la Pulcra Leonina y una ignorancia tan vasta como el desierto del Gobi; con el sentido del pudor completamente atrofiado y un atrevimiento inconmensurable; individuos que solo saben conjugar en primera persona del singular y que son capaces de vaciar, absolutamente, de contenido cualquier acción tuya —cuando te han hecho digno de ser receptor de su egregio mensaje—. Por grande que sea tu logro, el suyo siempre será mayor y, por supuesto, importantísimo y necesario para la especie humana en general y para todos y cada uno de los habitantes del hemisferio norte en particular, en una suerte de competición propia de la sala de espera de la consulta del ambulatorio.

Personas ilustres que están seguras de ser el centro del mundo y de que los hechos acontecen porque ellos dejan que ocurran. Qué son capaces de decir:

—Al final la Física me ha dado la razón, ya lo decía yo: el bosson de Higgs existe.

Son impúdicas gentes que hablan y van apestando cualquier posibilidad de conversación, segando sistemáticamente la contingencia de que crees un discurso, ignoran la empatía y todas las dialécticas ascuas las arriman a su sardina:

—Hemos estado de vacaciones en París.

—Yo estuve hace quince años.

—Un hotelito más cuco en el barrio Latino.

—Yo me aloje en el Napoleón, en les Champs Elysees.

 (…)

—También estuvimos cenando en la Torre Eiffel.

—Pero yo en el Jules Verne.

Y si esto es así en la vida digamos normal y palpable, en el mundo virtual de las redes sociales la cosa se dispara y llega a situaciones que sobrepasan el límite comúnmente aceptado de ridiculez. Hay tipos que desde la impunidad que les da el estar escondidos tras la pantalla de un ordenador se dedican a emitir mensajes (llámense tweets, mensajes en facebook o entradas de blog) ex cathedra, de lo que fuera o fuese, independientemente de que dominen el tema o no. De la cría del champiñón en superficie, de la vendimia temprana en el valle del Rin o de la novela negra en la Albania de Hoxha. Poniéndose ellos, faltaría más, como centro, origen y final de su discurso, en una vana y a la vez brillante pirueta, agustiniana incluso.

Creen a pies juntillas que el número de seguidores que orna su foto (avatar en el lenguaje ad-hoc) en el Twitter son seguidores fieles y ciegos de sus opiniones; partidarios inquebrantables de su líder y que cualquier movimiento, acto u opinión vertida a través del social media, será para su cohorte de followers tan infalible como la del romano pontífice en asuntos de fe. Hay algunos que se jactan de tener un núcleo duro, una suerte de sanedrín que vela por las esencias del guía. El conflicto se produce cuando el tipo se queda sin tabaco y ninguno de sus equis miles de seguidores le da un pitillo. Se desencanta del invento y se enfurruña con todo y con todos. No entiende como eso le pasa a Él. Sufren de decepción. Algo que nunca nos ocurrirá a los que no esperamos nada de nosotros mismos, de tal forma que lo que nos encontremos será bienvenido.

Y para remate, la condescendencia. Cuando se te ocurre discutir (discrepar en el lenguaje del interfecto) con un elemento de esos, siempre te dirá:

—No llevas razón, pero estás en tu derecho de pensar distinto.

Sí señor, con un par. Tengo el derecho a pensar de otra forma gracias a la magnanimidad del fulano, que me lo ha concedido.

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