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miércoles, 13 noviembre
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El crimen de Afonso, por F. Navarro

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En Gante, ya lo he contado varias veces, hay tres torres, la Iglesia de San Nicolás, la torre de Belfort y la catedral de San Bavón. De allí vino Afonso, mulato caboverdiano, analfabeto, romántico, cantante de fados, fabricante de silbatos, de aspecto desangelado y altivo, con la decadencia propia del origen portuense de su padre. De mirar cansino y sonrisa melancólica, como si estuviese sentado en un velador del Café Majestic. Llegó a Tomelloso hace veinte años, nadie sabe cómo, pero enseguida nos acostumbramos a él.

Ahora, regresaba de nuevo, con un traje cruzado de raya diplomática, el pelo atusado y la mirada más perdida: había salido de la cárcel.

En Gante, ya lo he contado varias veces, hay tres asesinos múltiples. Uno en cada torre: Willy está en la de la iglesia de San Nicolás, tuerto del ojo izquierdo. Wouter trabaja en la Catedral y le falta media oreja, no sé cuál. Maurice en la torre Belfort, es valón, que ya es bastante desgracia. Los tres usan el mismo y expeditivo sistema para segar vidas: lanzar turistas por cima de la barandilla. Solo les permiten acabar con uno al día a cada uno y sin posibilidad de cambio ni acumulación. Ya se sabe lo estrictos que son los flamencos.

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Afonso, traía dentro de una bolsa de papel al Juan Sebastián de Elcano, metido en una botella borgoña verde aguamarina. Durante los diez monótonos años que pasó en Ocaña, fue metiendo, inverosímilmente, piezas del bergantín-goleta que sirve para desasnar guardiamarinas, en una botella vacía de vino del país. El buque tiene cuatro palos: Blanca, Almansa, Asturias y Nautilus. También metió Anfonso, con las pinzas, el escudo. «Primus Circumdedisti Me». En la trena aprendió a escribir, mordiéndose la lengua y trazando en el aire las letras antes de plasmarlas en el papel (pautado), como un golfista cuando ensaya el golpe.

De todas formas, y para que lo sepas, eminente lector, Afonso es inocente. No fue él quien le pegó con el macho en el centro de la cabeza a Sonsoles, su mujer. No fue él, no; que fue la hermana Benita, su suegra, la madre de Sonsoles. De todas formas, como todo indicaba que hubiera sido Afonso y al juez le daba lo mismo, lo tuvieron diez años en Ocaña metiendo trozos de madera con pinzas en una botella de vino y caligrafiando letras redondillas y alambicadas.

—¿Sabe usted que ha muerto Constantino Romero, de Chinchilla en Albacete?

—…he visto cosas que vosotros no creeríais.

Martín Espinosa, de San Clemente, Cuenca, fue su compañero de celda. Por una de esas casualidades de la vida, lo conocí en la romería de Rus. Me contó que Afonso tenía sobre la cama una foto de Sonsoles. En blanco y negro, sobre un balcón del aeropuerto de Barajas, con los cuatrimotores de fondo en las pistas. El retrato se lo hicieron en el viaje de novios, que lo pasaron en Madrid. Martín, me relató compungido que el mulato lloraba todas las noches. No por arrepentimiento, porque nadie puede arrepentirse de lo que nunca hizo: Afonso lloraba por haber perdido lo que más quiso en su vida. En la romería de Rus corren que se las pelan con la Virgen a cuestas.

Ni el jefe Plinio, ni nadie, fue capaz de saber la verdad del horrendo crimen de la hermana Benita. Dejó una carta escrita, para abrirla después de muerta. Ni al confesor en el lecho de muerte le dijo la verdad (Dios la tenga dónde se merezca). En la carta explicaba el parricidio, con todo detalle. La justicia puso al inocente en la calle.

Regresó al pueblo, ya que no tenía otro sitio donde ir. Recuperó su antiguo oficio de hojalatero diurno. También el de cantante de fados nocturno, a partir del jueves. A los cuatro años, temeroso de la soledad, volvió a casarse. Su vida ha transcurrido sin ninguna novedad. A veces se ve al matrimonio, más cerca de los ochenta que de los setenta, paseando de la mano. O a Afonso, en la terraza del casino de la plaza, removiendo el café con mirada cansina y sonrisa melancólica. Como si estuviese sentado en un velador del Café Majestic.

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