Esta mañana gracias a una cita he estado un rato en un bar del estilo de los que, en otros tiempos, me servían de compulsivos abrevaderos donde, espiritosos mediante, calmar mi eterna y madrugadora sed. El local se llama, tal vez pretenciosamente, como aquella joven fenicia, hija de Agénor y Telefasa, raptada y violada por Zeus transfigurado en toro blanco y llevada a Creta, donde dio a luz a Minos, entre otros.
La inmensa camarera eslava me pregunta con la mirada lo que voy a tomar. Un cortado. Me lo pone acompañado de una Napolitana de la afamada casa Cuétara, posiblemente una de las mejores galletas del mundo; este detalle me satisface interiormente. La barra tiene forma de ele mayúscula, estoy sentado en la parte corta, frente a mí hay un señor pelirrojo, con gafas; lee un diario. Está con otros tres. Uno deduce, por sus maneras y dicción, que es el listo de la cuadrilla. Tiene una copa delante del periódico. Los otros también trasiegan coñac servido en envases iguales.
Detrás de mí, en una televisión con pantalla de plasma, informan que hoy es el Día Mundial del Refugiado. Los presentadores cuentan que la suma total de desplazados en el mundo es el equivalente a las poblaciones de España, Portugal y Austria juntas, más de 65 millones de personas. De ellos, 21,3 millones son refugiados, obligados a huir por las guerras y las persecuciones. Un número de personas equivalente a las poblaciones de Grecia y Bélgica. Hablan también los presentadores del noticiario del “Brexit” ese y las elecciones del domingo.
El del diario se recierne en la banqueta al pasar las hojas, las vuelve mojándose en saliva previamente, el dedo gordo de la mano izquierda ¿Acabará con la lengua negra metido en una tinaja de sangre para morcillas? Lee con fruición, o eso parece, y a la vez atiende a la conversación. De vez en cuando comenta en voz alta las noticias.
—¡Veréis como los ingleses se salen de Europa! —dice a voz en grito— Hay que joderse que suyos son los británicos. De siempre.
—Ya te digo —asegura un compañero.
Mi citado se retrasa y en la tele, los presentadores dan paso a un bloque de noticias truculentas.
—Pues ya no vierte el pantano —avisa uno que no había hablado.
—Ha bajado dos metros, o más. —dice el que parece más formal— Estuve el domingo.
—Eso es mentira, dos metros no puede haber bajado —sentencia el lector con voz engolada.
—Puede que lleves razón —replica el que parece más formal, dejando claro quién manda en la cuadrilla— a lo mejor dos metros es mucho.
—Cuando acaben los riegos recupera el nivel —dice otro.
Entra un tipo gordo, lleva un bañador blanco con florecillas negras, camisa oscura y zapatillas de la marca Campagnolo. Tiene las piernas afeitadas. Deduzco que es ciclista, o al menos lo intenta, pide una copa de orujo de hierbas y se mete en la conversación; servidor sigue esperando.
Establecen un paralelismo entre la crisis que nos atenaza y la gran cantidad de parcelas que hay hogaño sembradas de patatas. Esos tubérculos son alimento de épocas de hambre, revela el listo, nos esperan malos tiempos, deduce.
—Pues yo no he visto tantas suertes de patatas como decís cuando voy por ahí con la bici —dice el supuesto ciclista.
—Tú que vas a ver, si desde aquí te vas a tu casa a dormirla —le arrea el líder de facto.
—Algunas veces salgo —replica, aunque poco, el globero.
Cuando empiezan a parlar de las elecciones del domingo llega mi citado y nos vamos.