El palomo hace la rueda a la paloma, buscando lo de siempre. La paloma finge timidez, caminando a pasitos lentos.
—¿Quiere un pitillo?
—No gracias, no fumo.
El amor es una fuerza de la naturaleza. Es la misma naturaleza hecha fuerza, creo yo. Uno no puede aislarse del fenómeno del amor. Es el mismo dios que empuja y nos reconviene. La naturaleza, tan sabia, o tal vez la biología, va acompasándolo, determinando el amor del mozo, el del hombre maduro, el del viejo.
Antiguamente, los campesinos acudían a las ferias puestos de limpio y oliendo a jabón hecho con aceite. Ese jabón trabajoso y amorfo fabricado con los restos de las fritangas y el sudor de los temporales. Conmovía ver como iban a la caseta donde el pajarito enjaulado, un verderón o un colorín casi siempre, sacaba un papelito con la buenaventura. Auscultaban al hado por medio del pardal para saber si la cosecha sería buena, o si la Presenta (menuda era la Presenta) se fijaría en ellos.
Aquello era como el Zaragozano, o las cabañuelas, o los horóscopos, o las páginas de contactos del periódico provincial. En algunos pueblos había remedios contra el olvido. El olvido mata al amor. Siempre resulta conmovedor el rodal ingenuo del amor.
—¿Le parecen elegantes las palomas?
—Poco. Andando, tal vez. Pero volando nada… El caballo sí es elegante.
El amor ilumina y guía a las personas haciendo que aprieten los dientes y tiren para adelante. Sin él sería imposible luchar a brazo partido con la que tenemos encima. Ni hacer de tripas corazón para poder comer y dar de comer a los nuestros. Sin amor más de uno nos hubiésemos tirado de cabeza al pozo.
—A mi abuelo también le parecían elegantes los caballos.
—Como tiene que ser.
—Sirvió en Lanceros de la Reina, en Aranjuez, en la dictadura de Primo de Rivera. Siempre le gustaron los caballos, pero nunca tuvo ninguno, compraba mulas catalanas. Sacrificó la estética por el alimento.
El odio ciega. Sufre más el que odia que el odiado y encima no conduce a nada. Te hace pensar en la venganza y te quita tiempo para vivir. Además, seca la boca, acelera el pulso y estriñe. El castigo del odio es la soledad; en el pecado lleva la penitencia. Es oscuro.
Por el contrario el amor es como una marina de Turner, o un cuadro de Sorolla, o un dibujo de Rockwell: luz y esperanza.
—¿Quiere un pitillo?
—¿No le he dicho que no fumo? No sea usted cansino.
—Y las ranas, ¿le parecen elegantes las ranas?
—Cuando saltan, sí.