A veces la vida nos plantea pruebas muy duras, nos coloca ante situaciones que superan, o parece que superan, nuestras capacidades; suspender una oposición, el fracaso de un negocio, un cáncer, la infertilidad, la pérdida de un ser querido, etc. Existen diferentes situaciones que nos pueden llevar “al límite” y nos conducen a cuestionarnos si tenemos fuerza, energía y voluntad necesarias para superarlas. Aunque son momentos duros, hay que intentar sobreponerse y luchar (actuar desde la resiliencia). De este modo, estas situaciones duras quedarán encajadas en la biografía personal y emocional, para continuar adelante. La resiliencia es un término en auge que se estudia desde la Psicología Positiva.
El origen del estudio de la resiliencia en psicología y psiquiatría procede de los esfuerzos por conocer la etiología y desarrollo de la psicopatología infantil. El concepto se ha ido desarrollando a partir de la revisión de estudios longitudinales que trataban sobre la capacidad de adaptación que muchas personas han tenido en su vida adulta, aun habiendo vivido situaciones estresantes o traumáticas en su infancia. La forma en que un niño responde a un acontecimiento traumático depende, en gran medida, de si ha tenido la oportunidad de preparase ante una experiencia de tales características. Aunque es difícil imaginarse cómo podría prepararse un niño para “nuevos” abusos, los estudios en el ámbito de la resiliencia pueden ayudarnos a comprender mejor cómo es ese proceso psicológico.
Pese a la “juventud” del término, según Masten (1999) se empieza a estudiar hace aproximadamente cincuenta años y existe cierto consenso en cuanto a su definición. A continuación, se exponen algunas definiciones:
“La capacidad para recuperarse y mantener una conducta adaptativa que puede seguir a una retirada o incapacidad inicial después de iniciarse un evento estresante”. “La resiliencia es la capacidad de los seres vivos sujetos para sobreponerse a periodos de dolor emocional y situaciones adversas”. “Un tipo de fenómeno caracterizado por buenos resultados a pesar de las serias amenazas para la adaptación o el desarrollo”. “Un proceso dinámico que abarca la adaptación positiva dentro del contexto de una adversidad significativa”.
En todos los casos, la idea de la resiliencia implica que una persona pasó en su infancia o adolescencia por una situación de exposición a un riesgo importante, pérdida o trauma y posteriormente ha sido capaz de poner en marcha una serie de mecanismos adaptativos para superar esa situación y poder conseguir llevar una vida normal de adulto.
La resiliencia es el resultado de la interacción de los siguientes factores; en primer lugar, las características de las situaciones traumáticas o estresantes, a continuación, el tipo de apego que ha desarrollado una persona a lo largo de su desarrollo evolutivo, también tiene un peso importante la genética y edad en que ocurren los hechos y, finalmente, los recursos de protección y afrontamiento (mentales y externos) ante situaciones traumáticas o estresantes. El proceso dinámico de estos factores, siempre cambiante a lo largo de la vida, da como resultado el nivel de resiliencia de cada ser humano.
Asumimos la resiliencia como un continuo de personalidad que va desde la vulnerabilidad máxima hasta el grado más elevado de ajuste psicosocial. Pero, ¿qué ocurre en el sistema nervioso de una persona que tiene un bajo nivel de resiliencia? Puede ocurrir que un niño se vea privado de unas condiciones de vida saludables y crecer en un ambiente hostil, carente de atención física y/o emocional o sufrir algún trauma severo. Para poder adaptarse a su realidad el sistema nervioso se verá obligado a elaborar mecanismos de defensa que le permitan adaptarse. Como consecuencia, algunas redes neuronales, también llamadas en la literatura estados del yo, pueden quedar sin integrar, aislados, disociados en mayor o menor grado. Con el paso del tiempo, aunque ya no sean necesarios porque la persona sea adulta y su realidad haya cambiado completamente (ahora está seguro), los mecanismos de defensa y esos estados del yo que quedaron sin integrar, pueden seguir detonándose de forma autónoma, muchas veces, al margen de la conciencia. De alguna manera, el material irresuelto sigue “pasando factura” en el presente.
En el caso de las personas con un alto nivel de resiliencia, las malas relaciones tempranas se van compensando posteriormente con otras relaciones de calidad y las situaciones traumáticas infantiles se neutralizan con situaciones felices en la edad adulta. Esto es posible gracias a la enorme plasticidad del sistema nervioso que, como actualmente se sabe, perdura hasta el final de los días de un ser humano. Poco a poco, las redes neuronales que se corresponden con episodios traumáticos se van integrando dando lugar a una nueva conciencia, a un nuevo sentido del yo cada vez más sólido y coherente. De este modo, se favorecen conductas saludables o adaptativas y las personas consiguen desarrollarse en su edad adulta con total plenitud. De alguna forma, son capaces de aprender y darle sentido al dolor para aprovecharlo en situaciones futuras.