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viernes, 20 diciembre
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La letra del calero, por F. Navarro

horno de cal

Era alto y rubio cómo una aguardentosa copla cantada por Concha Piquer. Se cubría la cabeza casi siempre con boina, en ocasiones especiales con sombrero: un fedora gris oscuro. Vestía blusón y tenía unas manos grandes y confortables. Serio, como un juez bíblico, mas sus sentencias estaban más cercanas a la piedad que a la equidad. No tenía nada suyo y le quitaba el hambre a quien podía. El hombre era zurdo, para él una desgracia, por lo que insistía en corregir esa maca en su prole.

Era calero, fabricaba la cal blanca, necesaria, desinfectante e higiénica. Elemento útil, tanto para cubrir paredes, cómo para enterrar muertos en epidemias.  Para hacer el albo producto arrendaba montes. Éste se formaba a partir de la calcinación de las piedras calizas, repetitivas y cacofónicas, para lo que necesitaba gran cantidad de combustible, madera montaraz: carrascas, marañas, jaras, etcétera.  Se desplazaba a lomos de un caballo.

En aquella época, principios del siglo veinte (cambalache) la mayoría de los montes estaban en poder de la aristocracia, por lo que se relacionaba con los grandes de España. Tenía como arrendador de un soto a don Alberto Figueroa, conde de Romanones y presidente del Consejo de Ministros a la sazón. Cada año acudía el calero a Madrid a pagarle el rento al Primer Ministro y a renovar el contrato. En una de las ocasiones el rentista invito al rentero a comer al Palace. Una vez en la mesa, nuestro protagonista se quedó parado ante la cantidad de cubiertos que había: no sabía cual, o cómo, coger. El gerifalte viendo el azoramiento del calero, le dijo que no se preocupase y comiese a su manera. Éste se saco del bolsillo del chaleco la navaja y principió a comer. Como le habían enseñado.

Cuentan que otra vez, emulando a Plácido, nuestro protagonista acudió al Banco Central a pagar una letra que vencía. Le faltaba algo de dinero para cubrir el monto y restaban pocos minutos para el mediodía, hora en la que si la cambial no estaba pagada indefectiblemente sería protestada. No atendiendo el cajero sus ruegos de que dejase la letra retenida, pues lo que tardase en ir y venir a su casa cubriría el total del importe, nuestro protagonista se desprendió del blusón, introduciéndolo por la ventanilla, para que se cobrase de lo que faltaba el gentil bancario.

Eran otros tiempos, no por ello mejores.

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