El verdadero cambio —creo modestamente— llegó cuando desaparecieron de las calles los perros callejeros, anuentes, con el rabo cortado y las orejas gachas. Servían de distracción a los salvajes niños de aquellos años con calles de tierra. Apedrear perros entretenía mucho; recuerdo a futuros energúmenos arrobar la cara y extasiar las facciones al atinar con el cantazo en el lomo del chucho y que éste clamase con ese aullido desalentador y profundo que emiten los animales cuando sienten el dolor. Las criaturitas de entonces torturaban animales por pasar el rato y sin mala conciencia; como quien no quiere la cosa. Los adultos, salvo raras y honrosas excepciones, pasaban de largo y sonreían satisfechos pues las nuevas generaciones no se habían perdido del todo.
Incluso la pareja, siempre tan estirada, tan marcial y con ese acento tan extremeño, cuando pasaban cerca de alguna lapidación canina hacían la vista gorda. Gracias casi siempre a la compresión del cabo; hombre recto, con pies de muerto y de Castuera, provincia de Badajoz. El guardia, a pesar del galoncillo amarillo, era morfológicamente un gañán; también prácticamente, pues gobernó el timón del arado en su mocedad en La Serena.
—Mi cabo, que están los guachos apedreando a un perro.
—Déjelos que disfruten Mazoteras, déjelos que disfruten.
Era un dibujo a trazo grueso, una pintura negra de aquellos negros años, que no sabe uno si terminó por un cambio en las actitudes, o porque cuando asfaltaron las calles no quedó ningún canto para lanzar.
Hablando de actitudes y cambios, el tratamiento de determinados problemas dentro del trabajo ha sufrido una evolución espectacular en los últimos años —este era inicialmente el contenido de la pieza, pero no sé si es por la ya provecta edad, pero cada día uno se dispersa más y ahora, claro, hay que resumir para ocupar un folio más o menos—. Las empresas intentan sacar el máximo rendimiento laboral a sus trabajadores, no amarrados al duro banco de una galera turquesca, sino aplicando los conocimientos de las nuevas disciplinas implantadas en los recursos humanos. Se entrena a la plantilla para que descubran sus aptitudes, como usarlas en el equipo, etcétera. Coaching, me parece que se llama.
En una importante empresa el “coach” le dijo al jefe de mantenimiento que tenía que hacer un cursillo de “asertividad”. El tipo era un malaje, mal encarado y vocinglero al que todos temían, pero nadie respetaba. Cada orden, cada corrección del más mínimo fallo, eran agresiones verbales. Tenía al equipo más quemado que los palos de un churrero y había conseguido un rendimiento mínimo en el departamento.
El hombre se aplicó con afán al cursillo que le daban los lunes, miércoles y viernes a las ocho de la tarde en uno de los más importantes gabinetes psicológicos de la cuidad. Al mes de acabado tuvo una comida con el consultor que lo mandó, para valorar el asunto.
—¿Has notado el cambio?
—Estamos mucho mejor, dónde va a parar. Esto lo tenía que haber hecho antes. —le dice al “entrenador”— Se nota que gracias al curso sé tratar mejor a los muchachos.
—¿Y qué has hecho para lograrlo? —dice el profesional en ese tono de suficiencia que usan los médicos especialistas.
—Ya no le digo al que se equivoca «hijoputa te voy a matar» a voces y delante de todo el mundo. Ahora se lo digo al oído y si puedo, a solas.