Martínez aparcó el coche, ese que nadie sabía por qué marchaba y se puso a caminar tranquilamente por la calle de Socuéllamos, camino de la plaza, con su sobrino Juan de Mata. Juan de Mata parecía más delgado de lo que era pues vestía siempre de negro, afectadamente. Martínez se llevaba bien con su sobrino Juan de Mata, algunas veces paseaban juntos y de vez en cuando echaban una brisca de a nada o unas siete y media de capirote.
—¡Arrastro!
—Eso que haces tú, Juan de Mata, no es jugar a la brisca ni a nada, eso es tirar cartas a buen tuntún… y como eres tonto siempre te sale y ganas.
Juan de Mata, ponía sonrisa de memo y con eso lo arreglaba todo. Y la cosa seguía igual un día que el pasado.
Martínez tocaba la guitarra por cifra y estaba componiendo el Gran Vals de Tárrega, de nuevo (tití… tití…titití… brdolm… brdlom… brdlom… etcétera) y como si fuese sacado de la cabeza del maestro castellonense. Para ello y aplicando el método de Stanislavsky se metía en el alma de don Francisco para que así le surgiesen los sonidos que años antes emanaron de la cabeza del artista. Durante los quince minutos que duraba su labor compositiva y musical se ponía una barba postiza, se tocaba con un sombrero y se calzaba sobre la nariz unas antiparras doradas. En tres años había compuesto estrofa y media, transcrita por Sánchez, el bombardino de la Sinfónica Santa Cecilia.
Mientras Martínez andaba en faenas compositivas, Juan de Mata se repantingaba cómodamente en un sillón de orejas, con el dedo en el bozo y la mirada perdida. Por lo visto Borges relató que don Pierre Menard compuso El Quijote usando la misma técnica que Martínez. Después se iban a tomar una leche manchada al casino de la Plaza, moviendo la cucharilla mesuradamente y mirando, ambos, al cielo raso.
Juan de Mata, el sobrino, va para poeta. El santo por el que le pusieron el nombre fue el fundador de la orden de los trinitarios, que rescataban cautivos e imágenes de Nuestro Señor «Gloria a ti, Trinidad, y a los cautivos libertad». Juan de Mata, el sobrino de Martínez compone tetrástrofos monorrimos con mucha aplicación y usando adjetivos tan arcaicos y altisonantes como en el tiempo en el que se estilaba la mentada estrofa. Intenta afanosamente redimir a todo el orbe, se conoce que emulando a su santo patrón.
A lo que íbamos, Martínez y su sobrino el aprendiz de poeta avanzan por la calle de Socuéllamos, camino de la plaza, al casino. Van en busca de Sánchez el bombardino. Realmente es Martínez el que va en busca del músico, Juan de Mata va a sentarse cómodamente con el dedo índice en el bozo, mirar el cielo raso y buscar adjetivos altisonantes y polisílabos.
Parece ser que a pesar de la amistad y de la colaboración transcriptora de fusas, Sánchez había dicho a quien le quiso oír que Tárrega, no sabía una palabra de música.
—No sabe decir música.
Martínez estaba furioso a pesar de su laconismo, su pacifismo y su escepticismo. Sánchez negaba algo impepinable, evidente.
Se lo encontró en el velador de siempre, tan vulgar como de costumbre y haciendo trampas a la baraja, atávicamente.
—¡Vamos a ver! ¿Y de los Recuerdos de la Alhambra, qué me dice usted de los Recuerdos de la Alhambra?
—¿Los Recuerdos? ¿Qué quiere que le diga? Pichí pichá.
Ese era el atrevimiento de los bombardinos del que Martínez tanto había oído hablar. La desvergüenza de los bombardinos…
—¡Inaudito! —exclamo Martínez, propinándole al bandista un guantazo en la oreja derecha.
El soplador fue a zurrarle la badana a Martínez, a pesar de que Morales el mesero intentaba sujetarlo. El sobrino redentor y poeta vio una oportunidad, cuando Sánchez tenía al tío a tiro de manotada, se interpuso entre ambos.
—¡Paz y amor, hermanos! ¡No ensuciéis vuestras conciencias con violencia innecesaria!
Y se llevó la galleta.
Todo el casino estalló en una carcajada. Los contendientes se abrazaron entre risas y la cosa quedó en nada. Definitivamente Juan de Mata, el meritorio de poeta, iba para redentor del mundo.