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viernes, 20 diciembre
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Suelas de cuero para salir de pobres, por F. Navarro

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Con pisos de goma en los zapatos no se puede salir de pobre, se va tirando. No mucho la verdad, pero tirando al fin y al cabo. Donde estén unas suelas de cuero… Eso si da el empaque necesario para coger el toro por los cuernos, además es incontestable que el sonido de las pisadas no es el mismo. Con piso de liga los pasos suenan a una copla mal cantada y acompañada por un conjunto de tercera en una verbena de barrio. Los pilis de material suenan a Pompa y Circunstancia en un reverberante auditorio.

—El mundo lleva yendo mal toda la vida, y muchas vidas antes; un montón de años. Yo creo que no hay quien lo arregle.

—Eso creo yo, hermana Juana, eso creo yo.

La hermana Juana tuvo un hijo sin padre, deslices de juventud, con el amo. Lo dio a la inclusa, puso a la criatura en el torno metida en una cesta, con un par de mudas y una carta para que le leyesen las hermanitas cuando fuese un hombre, escrita con letra inglesa. La hermana Juana tiene muy buena caligrafía. A los vecinos les hace carteles cuando es menester, trazados con una caña.

Moja el cálamo en tinta china de rellenar los tampones y realiza unos trabajos de shodo muy aparentes. Ahora, su ortografía es ciertamente particular, tan autodidacta como la caligrafía pero dependiente de su estado de ánimo. Unos años atrás, cuando pasaba por esos días en los que se corta la mayonesa, obviaba las haches dejando mochas las palabras que comenzaban por esa grafía, afortunadamente aquello ya pasó. Cuando está enfadada solo emplea las uves, si pensativa y melancólica hace uso de la be, en los días alegres la jota campa a sus anchas y cuando se siente pletórica convierte las eses en equis.

Cada noche se arrepiente. Primero de no haberse tirado al tren al notar la primera falta y después por no haber tenido el valor de criar a su hijo. Se lo imagina con suelas de cuero y jugando al golf. Intenta ponerle cara de adulto —ya tendrá cuarenta y ocho años— al recuerdo de aquel rostro. No puede evitar pensar, cuando ve en la tele a alguien importante y de la misma edad, que ese puede ser su hijo.

—Entre chinos, japoneses, coreanos y demás, ¿cuántos dirá usted que hay, hermana Juana?

—Lo menos ocho o diez veces más que españoles, creo yo.

—A eso no debería de haber derecho.

La hermana Juana tenía tres aficiones, sentarse al fresco con las vecinas, el Agua del Carmen y un fontanero que vivía tres calles más para allá, en dirección a la plaza y que una vez se tiró de maletilla en la corrida principal de la feria. Lo hizo con intención de dedicarse profesionalmente a la lidia de reses bravas, pero los veintitrés  días que pasó en la Cruz Roja le quitaron la afición al arte del Cúchares ese.

Las dos primeras aún las conserva, pero de la tercera se quitó hace años cuando al plomero que iba para diestro, lo pilló un camión al cruzar la carretera sin mirar. Aunque tampoco habría durado mucho más, pues le contaba la hermana Juana a una prima suya y confidente, que iba a dejar al cañero porque después de treinta años de citas furtivas «se habían hermanado mucho las carnes».

—Hermana Juana, cuéntenos lo de la Mari Loli.

—La Mari Loli era una muchacha algo ligera de cascos que vivía en el doce de esta misma calle. Una, a pesar de los pesares, solo tuvo el fallo del amo y después se mantuvo siempre fiel al fontanero, sin contraer pero fiel. La chica acabó en la casas y, por lo visto, se fue a que le hiciesen fotos de esas para los calendarios a Maridolí.

—¿A dónde?

—A Mariadolí.

—Se dice Valladolid, hermana Juana.

—Tú que sabrás.

El paso del camión de la basura les indica que dejen el fresco y se metan en casa que ya es hora… y mañana será otro día.

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