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viernes, 20 diciembre
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La casa de la cultura, por F. Navarro

La biblioteca, entonces, era un lugar mágico, pero alejado de cualquier invención borgiana. Diáfana: no había ningún hexágono salvo las mesas de la zona infantil. Dos trapecios individuales unidos por la base; de colores. La única figura que predominaba era el rectángulo. O quizás, el casillero en donde estaban las fichas de los volúmenes y unos grandes carteles en los que se explicaba la clasificación de los libros, si fuesen propios del maestro. Por lo inacabable.

—Una vez, toreando Curro Romero, le gritó uno desde el tendido: «¡¡Arrímate al toro!!». El coletudo le contestó: «¡Si lo veo bien!».

En la planta de abajo había un vestíbulo, inmenso, con grandes fotos en blanco y negro de viejos vestidos de negro, con mirada negra. El bedel, Francisco, gastaba mostacho, vestía uniforme y contaba chistes. Con afición, denuedo, aplicadamente, sin descanso y concienciado de su gracia. Estaba, o eso creo, pluriempleado cobrando pólizas de seguro a un andaluz que viniese a Tomelloso. El hombre, Francisco, daba una imagen de sargento de carabineros que no se correspondía con la realidad.biblioteca

La sala de lectura estaba en la planta de arriba. Había más pisos por encima, despachos, sobre todo. En una suerte de distribuidor estaba el casillero. Se buscaba el libro, por autor, título, materia, o alfabéticamente. Se apuntaba la signatura —palabra preciosa— y se le daban los datos a la bibliotecaria. La eterna Flora.

—¿La rebelión de las masas? Es muy bueno, verás cómo te gusta.

Entonces uno estaba seguro de que Flora había leído todos los volúmenes de aquella residencia de las palabras. Hasta el Larousse… y el Espasa. En el Larousse tenía un artículo Santiago Carrillo, que buscábamos. Ya habíamos dejado de perseguir por diccionarios y enciclopedias al famoso verbo de la primera conjugación. Era más emocionante buscar al veterano comunista; o una extraña definición de metro, alejada del meridiano revolucionario y jacobino. Flora tenía un atril de madera, parecido a un facistol de altar, lo recuerdo labrado. O a lo mejor, el paso del tiempo hace que recargue algunas figuras. En el adminículo siempre tenía un libro abierto. Ahora, casi cuarenta años después, sé que es cierto: Flora lo leyó todo. Hasta Cuadernos para el diálogo y La Codorniz.

—¿Trópico de cáncer? ¿No te parece que eres muy joven?

Flora leía (como digo), buscaba libros, recogía las mesas de lectura, revisaba los volúmenes devueltos, escribía a máquina y regañaba. Sobre todo pidiendo silencio. Nosotros no sabíamos lo que significaba esa palabra. La biblioteca, la casa de la cultura, era donde hacíamos los trabajos, (los de geografía, claro, los únicos que merecía la pena ser compuestos en aquel templo del saber. El castigo por no hacerlos, nos alentaba más que la recompensa de los otros profesores por hacer los suyos), allí estudiábamos y quedábamos. Cuando nuestras revueltas hormonas no daban tregua, Flora llamaba a Francisco, que subía con sus hechuras de brigadier de húsares. Y se hacía el silencio.

—Cuarenta duros de multa por orinar en la piscina.

—Pero si todos los hacen.

—Pero no desde el trampolín.

Ahora, ayer precisamente, a Flora y a otras cuantas bibliotecarias retiradas, el Instituto de la Mujer de Castilla-La Mancha les reconoció su trabajo. Ellas han sido, se dijo en el acto, el pilar sobre el que se ha basado la lectura y, sobre todo la cultura, durante muchos años en nuestros pueblos.  Un disrtinción merecidísima, a juicio de quien esto escribe. Flora estaba igual y se le notaba emocionada. No era para menos.

Bueno, estaba casi igual: no regañó a nadie.

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