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viernes, 20 diciembre
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El bayón: una historia de periodistas, por F. Navarro

periodico

Llevaba en su cabeza el bayón de «Ana»; recordó que en «Caro Diario»,  Nanni Moretti no podía sacarse esa pieza de las mientes. Tengo ganas de bailar el nuevo compás. Dicen todos cuando me ven pasar… Entró en el vestíbulo atestado; nadie se conocía; no pidió la vez; tenía calor. Ya viene el negro zumbón, bailando alegre el bayón. Había oído esa expresión, negro zumbón, durante toda la vida, no sabía que significaba; muchas locuciones de tanto oírlas y repetirlas solo conservan el sonido. Dijeron su nombre.

Entró al despacho del director. Le tendió la mano mientras hablaba por teléfono, estrechó un apéndice fofo y frío a pesar de los cuarenta grados de la calle. Sin dejar de hablar le indicó que se sentase. Se acomodó sobre una dura silla tapizada con tela frente a la mesa, a la derecha. Había otra igual a la izquierda. Con pasmosa rapidez el aire acondicionado de la oficina le refresco la piel y los nervios. El director seguía hablando, cuando cruzaban la vista, ponía cara de circunstancias. Repica la zambomba y llama a la mujer. Tengo gana de bailar el nuevo compás.

El sudor desaparecía mientras seguía la conversación telefónica. Recordó el calor del camino y se estremeció pensando en el de la vuelta. Cuando las cosas mejorasen compraría un aparato de aire acondicionado. O dos: uno para el dormitorio y otro para el salón. Dormir en las sofocantes noches de verano con las ventanas cerradas y sin oír a los vecinos que en la calle toman el fresco. Mientras el director hablaba él se evadía de su vida con sueños de riqueza y comodidad, como siempre hacía. Era capaz de solucionar mentalmente todos los problemas y recrearse en ello. Dicen todos cuando me ven pasar ¿Chica, dónde vas? ¡Me voy a bailar, el bayón!

—Muy buenos días, disculpe ¿Qué tal va eso?

Volviendo a la realidad contestó:

Torre de Gazate Airén

—No importa, buenos días. La cosa va como siempre. Digamos que bien.

Tenía todas las ilusiones puestas en esa reunión que había esperado durante meses. Su interlocutor era el director de publicaciones de una editorial regional a la que envió un manuscrito. También cabía la posibilidad de que lo contratasen como redactor en cualquiera de las cabeceras locales y provinciales que editaban.

El director le alargó unas cuartillas que previamente había sacado de un cajón de la mesa.

—¿Es suyo?

—Léalo y no se preocupe.

Era una especie de prospecto en el que se alababa la capacidad gestora de un conocido empresario local, una suerte de hagiografía, memorial de éxitos y loas impúdicas de los productos del citado industrial.

—¿Puede hacerlo?

—Por supuesto, con alguna corrección de estilo…

—Lo que quiera, treinta euros por cada uno. Mínimo dos a la semana, máximo cuatro.

Pensó en el calor de la calle. Y en las frustradas esperanzas desde que salió de la universidad. Y en no haber podido conseguir nada que valiese la pena, o al menos, un aparato de aire acondicionado con el que resistir el insoportable verano del interior. Ya viene el negro zumbón bailando alegre el bayón. Repica la zambomba y llama a la mujer.

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