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viernes, 26 abril
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La benevolencia de los vecinos, por F. Navarro

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«El día 5 de febrero de 1917 acordó la Corporación solicitar al Estado una Estación Enológica. El día 19 del mismo mes ya apareció la R.O. concediéndola. El Ayuntamiento, vivamente impresionado, acuerda dar las gracias a su convecino y diputado a Cortes don Antonio Criado y Carrión de la Vega y al señor ministro de Fomento, don Rafael Gasset. Como las cosas iban tan rápidas, el 16 de julio del mismo año, el Ayuntamiento acuerda adquirir nueve fanegas de tierra de la propiedad de don Julián Peinado Perales y don Benito Torres Arias en Los Charchones, camino de Galindo, para construir la estación.

La segunda intentona, también fracasada, de la estación enológica es de 1934. Por acuerdo de 22 de junio vemos como el Ayuntamiento ofrece un terreno de siete hectáreas en la Zanja del Chato para la construcción de una estación enológica, oferta que fue aceptada por el Estado».

(Francisco García Pavón: Historia de Tomelloso)

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La vecindad es un estado ciertamente complicado. Uno tiene idealizado esa suerte de parentesco, seguramente por la infancia. Como hijo de madre trabajadora  —algo extraño en los últimos años de la década de 1960, pero real en el escaso de este que escribe— una vecina, Luisa, nos endilgaba la merienda cada tarde después de haber consumido el correspondiente episodio de aquel Tarzán patilludo y con tupé que interpretaba Ron Ely. Los veranos, por la noche, las largas veladas al fresco contribuían a la unidad de la calle, o de la manzana al menos. El hermano Pedro, o la hermana María, o la Josefita, estaban por encima de los tíos en nuestra pedestre consanguinidad. Además, en esas estivales veladas —que podían haber sido filmadas por Rossellini— casi siempre salía a colación la inequívoca ayuda y solidaridad vecinal en los momentos más terribles de los años del hambre. Ahora, en estos tiempos en que el paro y la necesidad han vuelto a apretarnos el gaznate y a doblarnos el alma, los linderos han hecho lo que han podido por mejorar la situación de los cercanos moradores.

Con esas afirmaciones uno ha ido construyendo —dado su primitivismo emocional, todo hay que decirlo—una imagen idealizada del vecindario: nada malo puede venir de los vecinos. Incluso de las ciudades aledañas, me atrevería a decir.

Ante esas premisas no es de extrañar el berrinche que un servidor tuyo, paciente lector, sufriese hace unos sábados en la feria del turismo de Madrid.

Por cierto, te preguntarás qué narices pinta la cita del García Pavón en el encabezamiento si vamos a hablar de FITUR. Está copiada, simplemente, para dejar constancia de que la Historia es continua y si bien, la tan traída y llevada Estación Enológica lleva en nuestra ciudad vecina desde 1920, antes iba a estar en ésta, en Tomelloso. Por las circunstancias políticas, que son una constante en la historia de Tomelloso —ciudad que hubiese podido ser la protagonista de “La saga/fuga de J.B.” de Torrente, en lugar de la afamada Castroforte del Baralla—, acabó en nuestra vecina del norte. Obviar ese hecho y cortar la cronología por la parte gorda del embudo, han formado parte de los argumentos usados para recuperar y justificar esa infraestructura vinatera allende del Záncara.

A lo que íbamos, el sábado 23 de enero fue el día de Ciudad Real en el stand de Castilla-La Mancha. Nuestros vecinos del norte presentaron los primores de su ciudad. Incluso llevaron una filá de sarracenos y otra de cristianos, dorados los primeros, grises los segundos y brillantes todos, para pregonar sus fiestas de San Juan a todo el orbe turístico. Después íbamos nosotros. Nuestra alcaldesa (nuestros vecinos también tienen regidora, por cierto) presentó la oferta que Tomelloso tiene para los visitantes, nuestras cuevas, chimeneas bombos y productos agroalimentarios, entre otras cosas. Y algo que nos hace únicos (todo hay que decirlo), nuestros artistas: pintores, escultores, escritores, poetas… y que ninguna localidad vecina puede igualar.

El hecho es que, misteriosamente, mientras nuestra primera concejala hizo su plática, un panel con un reclamo de las fiestas de moros y cristianos de esa ciudad que digo, fue colocado en las lindes del pabellón castellano-manchego, casualmente frente a la tarima y tapando medio escenario. Benévolamente, como buenos vecinos, optaron por colocarlo a la izquierda, escamoteando solo la mitad del tablado, en lugar de haberlo puesto en el centro y taparlo del todo.

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Después, cerca del mediodía, en la zona gastronómica del stand regional, tocó una degustación de productos alimentarios de Tomelloso. Antes estuvieron nuestros vecinos agasajando con mistela y bizcochá a la concurrencia. Cuando le llegó el turno a nuestra ciudad, nuestros benevolentes vecinos abandonaron el gastro-recinto, pero se colocaron a cinco metros del espacio gastronómico. Mientras los tomelloseros mostraban sus géneros, ellos continuaron repartiendo material como si no hubiese mañana (ni hubiera acabado su turno). Su benevolencia les hizo que se separaran unos metros del apartado gastronómico: podrían haberse puesto en la mera puerta impidiendo el paso a nuestros huéspedes.

Como digo, el berrinche fue mayúsculo, entre otras cosas se me cayeron al suelo conceptos inveterados como la confianza en los vecinos.  Es curioso como la vida, a pesar de la edad, no deja de enseñarnos.

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