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sábado, 23 noviembre
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Culpemos al verano, por F. Navarro

La tierra está calcinada, rubia, suelta, polvorienta, desconsoladora y las cigarras cantan inmisericordemente. Es el verano.

El estío llega a esta tierra del Señor inexorablemente. Ya lo dicen los viejos en años como este en los que la primavera se alagara.

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—No te dejes engañar por el fresco. El calor está ahí, esperando.

3323_1958   Ninos en un rastrojo,  84.2 X 100,5 cm Óleo-Tabla

Los viejos manchegos, ya se sabe, siempre hablan sentenciando. Pero el aserto es cierto: estamos en el pozo del calor con temperaturas de más de cuarenta grados, ¿qué vamos a hacer? Es el verano.

La recurrente crisis nos ha regresado a las costumbres de antes. A dormir con las ventanas abiertas, con lo que vale la luz cualquiera enciende el aire acondicionado. Los inmóviles visillos parecen planchas de acero, no flamean ni una micra. La calle recuerda una película de Rossellini, como poco. Algún tipo de trastorno en el subconsciente hace que a uno las cintas del marido de Ingrid Bergman le parezcan calientes, como el caldo del cocido. También por la escandalera, las gentes hablan impúdicamente como en tiempos pasados, a gritos.  Menos mal que mantenemos a raya a los mosquitos.

Jesús habla de vino como quien habla de especies al borde de la extinción, utiliza nombres raros, mezcla de latín, francés y no sé qué más. Las uvas son algo nuestro,  perenne, eterno, estable y necesario: inmarcesible. Son la coraza que nos libra de todo mal, nuestro punto de referencia, nuestra tabla de salvación, ¿qué sería de nosotros sin este mar de viñas? Se mantienen verdes en medio de este desierto. Ahora con el calor maduran, engordan y se endulzan. Paradójicamente llegan al otoño entregadas, exhaustas y doblan las uñas, bueno, las pámpanas.

En el verano los guacharos caen de los nidos asfixiados, sin plumas, con un rictus de dolor, los ojos cerrados  y el pico amarillo. Afortunadamente el asfalto ha eliminado el polvo de las calles. El verano es goyesco, como un fresco de la Quinta del Sordo.

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Hay sonrisas reconfortantes, que amparan y dan confianza. Sonrisas grandes, sin doblez, ni maldad, ni mucho menos medias tintas. Sonrisas como un oasis en una tarde de verano — desolada como la de ayer—, sonrisas entregadas. Una buena conversación cuando en la calle hay cuarenta y dos grados refresca más que un baño en una tina. Da gusto, canicular lector, juntarte con personas que miran de frente y sin pudor, que hablan sin bajar la voz ni taparse la boca con el envés de la mano. Gentes que hablan y sonríen a tumba abierta, sin temor a nada ni a nadie.

En la calle, a pesar de ser la madrugada, la gente grita y ríe. Hay un coche en marcha, los perros ladran los visillos siguen inmóviles. Tal vez esto sea el infierno. Este que escribe, sudoroso y medio inconsciente, agarra los trastos de escribir y enjareta la precitada reunión de esa tarde.

Cada uno se refresca como puede.

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