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viernes, 22 noviembre
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Subiendo piedras, por F. Navarro

corrraliza

Cuenta García Pavón que Tomelloso «…no nació del fortín ni de la alcazaba; que nada supo jamás de la guerra. Tampoco halló su raíz en el caserón noble y solariego: que nada tuvo que ver con las familias de nobles que hicieron España. Fue ajena su naturaleza y creación al abrigo de un río enjundioso y fecundante; que seca es la tierra y seco es el pueblo. Y por último, no se concentraron sus fundadores con la gula de una tierra fértil y esponjosa; que tierra es la nuestra de ingrata corteza, de poco suelo y dura tosca, poco más abajo de donde llega la reja del arado».

La mítica fundación de la ciudad se produjo en el emplazamiento que ocupa actualmente y en los años 1530 o 1531. Durante siglos fue aldea de Socuéllamos, villa de la que obtuvo la independencia a finales del XVIII. De la secesión, además de eternos pleitos, obtuvo un exiguo término municipal que actualmente se corresponde con la práctica totalidad del casco urbano. A mediados del XIX Tomelloso tuvo una importante expansión económica y demográfica gracias al cultivo de la viña. Al no existir una nobleza que sojuzgase con fueros a los tomelloseros, ni tampoco grandes propietarios, surgió una importante clase social de medianos y pequeños agricultores, muy emprendedores, llamados localmente «picholeros» y que compraron tierras para plantar viñas por toda la comarca, generalmente a la aristocracia venida a menos de los pueblos más antiguos. Todas muy lejos, algunas a diez leguas del pueblo. Las tierras en venta eran invariablemente malas y pedregosas.

Pacientemente fueron extrayendo las piedras calizas de los majuelos una a una o incluso rompiéndolas a golpe de macho y llevándolas a las lindes y caminos. En épocas de temporal o de poca faena mataban a Cronos haciendo construcciones con ese material sobrevenido. Majanos, un montón de piedras colocadas con orden en una suerte de lítico monumento, seguramente erigido para mayor gloria del dios del hambre y el pedrisco. Bombos, que son refugios de piedra cubiertos con una bóveda, levantados sin ningún tipo de argamasa; con el tiempo y la pericia se fueron convirtiendo en verdaderas casas de labor, algunos con más de una cúpula, con chimeneas, pesebres cuadras, alambores, poyos y separación entre dependencias. El difunto Lorenzo Sánchez tiene escrito que el verdadero monumento manchego es el bombo ya que el molino de viento es una imposición flamenca.

Por último, las pedrizas, o corralizas,  son unos muros de separación entre suertes, levantados con las mentadas piedras, colocados con estética y guardando nivel. Su altura de más de un metro y medio permitía detener el frío cierzo y el hielo.

Recibimos como herencia en vida de mi abuelo materno, una viña en el Cuervo, dos fanegas largas, que lindaban con el antiguo cauce del Guadiana. Las partía por la mitad un camino, ramal de vereda decía mi yayo, muy transitado por gente ambulante en los oscuros años de la posguerra: lañadores, sarteneros, afiladores, meleros, chamarileros, vendedores de paloduz, gentes a la busca de trabajo y pillos de toda índole. La vía estaba encajada entre dos pedrizas con dos o tres vanos a cada lado como entraderos de la viña.

Un domingo por la mañana nos fuimos padre y un servidor en un Seat 600 blanco que entonces teníamos (después vino el 133 rojo, precioso) a trabajar la viña. A quitar bajeros, esto es a descubrir el tronco de la cepa y cortar los brotes que al pie americano, también llamado porta-injertos o barbudo, le salen. Por si no lo sabes, informado lector, las viñas se plantan con una vid americana, libre de filoxera aunque algo borde, a la que cuando está enraizada se le injerta un sarmiento de la variedad que se quiera.

El auto lo aparcó mi señor padre en el primer entradero, conforme iba transcurriendo el día y avanzando la faena nos íbamos alejando del coche. En un descanso, cerca de mediodía, mi papá me pregunto que si sería capaz de traer el coche hasta dónde nos encontrábamos. Un servidor tenía trece o catorce años. Afirmativo, le dije, ya había conducido el tractor del abuelo y los tíos. Me entregó las llaves y orgullosamente me dirigí al turismo con la intención de hacerle a mi progenitor una demostración de mis habilidades manejando.

Subido ya en el semoviente, introduje la llave en el contacto, que estaba en el centro del salpicadero, puse punto muerto y arranqué. Engrané la primera velocidad, acelerando con alegría; en uno de aquellos acelerones, el pie izquierdo, que mantenía disciplinado al embrague, se fue a por uvas. El seiscientos salió disparado hacia la pedriza. Atenazado por el miedo en vez de frenar aceleraba, consiguiendo hacer que el utilitario escalara completamente el muro de piedra. Afortunadamente una vez arriba se caló.

La escena la contemplaba entre brumas, como un sueño, parecía que yo estuviese fuera de ella. Con el sentido recobrado, bajamos el auto al camino. Con las azadas separamos los guardabarros de las ruedas y una vez comprobado que el coche marchaba, nos vinimos al pueblo.

La siguiente vez que mi padre me dejó conducir su coche yo ya tenía un permiso rosa emitido por el Reino de España.

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