Siempre íbamos a los futbolines de la plaza. Había otros, tal vez mejores, pero aquellos eran los nuestros. Los días de colegio a las cinco y media de la tarde ya estábamos allí metidos, jugando si había dinero, o mirando, en caso contrario. Las tardes de los sábados y domingos invernales no salíamos de allí. Arreglábamos el mundo a golpe de futbolín, como dice el cantar.
Allí teníamos todo lo que por entonces podíamos desear: flippers, futbolines… Unos cacharros en lo que había que hacer un eslalon con una peseta para volver a recuperarla. El primer videojuego: una pantalla negra en la que subían una bajaban unas barritas para darle a una suerte de pelota rectangular.
También iba Perico, un par de años mayor, siempre retraído y bastante raro. Era de esa clase de personas que cuando echábamos pies para hacer los equipos de lo que fuese, eran escogidos, indefectiblemente, los últimos.
A partir de éxito de las películas de Bruce Lee se puso con empeño a aprender Kung-fu. Por medio de libros, principalmente manuales de la biblioteca, quería emular a los monjes de Shaolin, empleándose con fruición en seguir las instrucciones de los tratados y realizar los ejercicios indicados.
Cuando consideró que ya estaba suficientemente preparado se dirigió a los más malos del garito, los que siempre lo denostaban y breaban: dos hermanos medio melgos a los que nombrábamos por el mote.
—Sois unos mierdas. —dijo poniéndose en posición de la mantis— Sé Kung-fu y os voy a reventar, cabrones.
Uno de los hermanos se dirigió de frente hacia él y le propinó un tortazo con la mano abierta en toda la cara. Tras recibir el bofetón, el émulo de Bruce Lee volvió a la posición peatón, yéndose rápido a su casa a seguir con las lecciones.
Hablando de artes marciales, otra vez —algunos años después—, un compañero de trabajo y tras una ola de atracos sufrida por los establecimientos de nuestro gremio, además del puñal que llevaba en la bolsa de la merienda, quiso tomar medidas más contundentes. Con tal fin se inscribió en el club local de judo, asistiendo con celo y aplicación a las clases.
A los pocos días aprendió a hacer un kata llamado kake, creo, en el que se coge al contrario del brazo y se le lanza al suelo por encima.
Nos tenía mareados a los compañeros para que nos dejásemos aplicar la citada presa, pero todos nos negábamos. Le tocó al bueno de Feliciano, un cliente de dos metros y doscientos kilos, que ante la insistencia del judoka, se dejó hacer.
El tipo asió con las dos manos unos de los inmensos brazos del comprador, jalando con insistencia sin ningún resultado. A los pocos minutos Feliciano, ya aburrido, tiró de nuestro colega en sentido contrario, estampándolo contra la pared.
Cuando el aprendiz de guerrero se repuso, alcanzó a decir:
—Joder Feliciano, eres un cachondo, haberme dicho que sabías judo.