Diluvia. Como si el cielo quisiese lavar nuestras culpas. Las gentes cuando llueve se meten en los bares, ¿qué van a hacer? Un café, una copa, otra, ya que estamos almorzamos ¡chico, pon unos huevos revueltos con jamón!, un licor de hierbas que no tiene malicia, se nos ha pasado la mañana sin darnos cuenta.
Diluvia en martes, ruidosamente, con alegría, con musicalidad me atrevería. Como si el cielo quisiera llevarse por delante la semana y limpiar la tierra de tanta inmundicia. El espacio que hay entre la acera y la calzada, por donde corre el agua, se llama rigola. No es que pase nada por no saberlo, pero se llama así. La Mancha necesita lluvia cada tanto, no solo por las plantas, no. Por los pecados. La planicie hace que se vayan amontonando las culpas y que haga falta que la avenida las arrastre. En los sitios montañosos los patinetes, los pecados y los viejos corren que se las pelan cuesta abajo. Diluvia
Diluvia y el agua corre por la rigola hacia el sumidero. Como los dineros a Suiza. En Berna hay un hotel con un empalagoso y largo nombre en francés que tiene en el hall a la Victoria de Samotracia, en escayola, circunspecta, elegante, serena, edificante, como saludando a los huéspedes: «Ruego a usted acepte el testimonio de mi consideración más distinguida». Las tazas del retrete de las habitaciones singles (tazas de retrete de la marca Jacob Delafon, Paris, France) son acogedoras y muy capaces. Desde allí se observan cómodamente las patas de la bañera en las pausas para cambiar de hoja en La montaña mágica, son garras de león muy historiadas y de hierro fundido. Todo en Berna (y en Zurich y en Basilea…) es muy edificante, historiado, circunspecto y tranquilo. Para que uno no tenga conciencia de lo que hace, para que se sienta como un tendero ingresando la recaudación del establecimiento de quesos al detall, cuarta generación, que usa papel parafinado para envolver.
—Nadie se mira su moco, sino el que le cuelga al vecino.
Uno por regla general yerra mucho y también, a pesar de lo que puede parecer, es poco dado a guardar tradiciones inveteradas. Convendrás conmigo piadoso lector, que una confesión en el texto le da a la pieza más verosimilitud, más sentido e incluso más profundidad me atrevería a decir
En el mundo en el que vive este cronista la barbería es un lugar férreo e inamovible. La peluquería es algo que no se elige: un día tu padre considera que ya tienes edad suficiente para cortarte el pelo donde los hombres y allá que te lleva, a que te poden la cabellera. A mí me portearon en bicicleta, metido en un cajón vació de plátanos y atado con un pañuelo de la cabeza, a modo de cinturón de seguridad, a la eterna barbería de mi estirpe. El maestro llevaba gafas, sortija de oro, una bata azul celeste con el cuello redondo, tenía las manos calientes y la lengua hipertrofiada. Había una estufa de leña con una tetera siempre encima, un damero colgado de la pared a pico y unos señores sentados en los bancos. Con el tiempo descubrí que esos tipos tenían vida y no eran algo permanente como la tetera.
El cambiar de fígaro es un signo de volubilidad, de ser un catacaldos o un inconstante picaflor. Esto es, un signo de escasa formalidad. Uno como un modesto Brassens, se quedaba en la cama igual. Digo, ha cambiado de barbero cuatro o cinco veces.
Diluvia. El agua se lleva por delante (o eso espero) la tristeza de esta semana. Los errores terribles, los pábulos…
La lluvia limpia las cabezas y el pavimento. Ya no se salta sobre los charcos y así nos va, desde que nos hemos vuelto tan circunspectos y formales como un vendedor de queso suizo nos da miedo que la lluvia nos moje el pelo. Lo que hasta no hace tanto era una bendición de dios, hora es un problema.
—¿Ha visto usted algún santo con reloj?
—Yo no.
Llueve en esta tarde de martes, ahora mansamente, calando. En la calle hay una conversación algo elevada, algo deslavazada, pero sin importancia. Las cosas de la calle, ya sabes, tienen poca envergadura.