Hay gente que destaca por su optimismo, no sé si antropológico y sobre todo por un positivismo enfermizo y a pies juntillas.
Recuerdo que en el inveterado “Palais des mouches” —por si no lo recuerdas inquebrantable lector, es el apestoso tabernucho que había en el levítico surtidor donde pasé mi juventud— el jiboso patrón contrato al enésimo mozo para el tugurio. Un sargandán con el pelo rizado, gafas metálicas y una sospechosa sonrisa de asesino en serie.
El zagal era hijo de un afamado parroquiano del selecto local. Un carnicero, con puesto en el mercado, más golfo que una baraja y que dio fin con todo el capital al encapricharse de una señorita de compañía del barrio alegre. Lo dejó con una mano delante y otra detrás, a la vejez. Por lo que tuvo que colocar al hijo de mesero en el bar del chepa, así, además del salario, de vez en cuando caería una copa por la patilla. He de señalar, aun a riesgo de parecer criticón, que el carnicero era tonto. Pero no una tontería proveniente de alguna enfermedad física o psíquica, no, era tonto per se. Tonto, con toda la cuerda dada.
El chico iba a bar en bicicleta, una GAC que le venía pequeña, cuando pedaleaba había de hacerlo con cuidado para no darse en la nariz con las rodillas. Sufría una timidez enfermiza y se le notaba que aquel no era su ambiente. Se sentía extraño trabajando en aquel lugar y sobre todo, en haber pasado de la noche a la mañana de las comodidades de una vida muelle de estudiante hijo de un señor con una peseta, a tener que levantarse a las seis de la mañana para ir a servir copas a aquel antro.
No hablaba y mantenía la distancia con todo el mundo, no gastaba confianza con ningún parroquiano. No obstante y a pesar de lo que se pudiese colegir de mis líneas anteriores, el mocete era más bien lento, afirmando que era hijo de su padre. El chepas siempre andaba metiéndose con él. Ya se sabe la ventaja que ha supuesto para la humanidad el sabio de la Vida en Sueño, eso de volver el rostro y encontrar otro en peor estado que nosotros, no deja de ser un alivio. El chico aguantaba con entereza y distancia y sin borrar del rostro la sonrisa de serial killer.
El patrón retrasaba, aposta, el pago de la cuenta al mozo. Este aguantaba y el dueño alargaba más el plazo. Una noche a la hora de cerrar, en que casualmente un servidor estaba por allí, el chico, ya harto pues era día 15 y no había cobrado le dijo, sin perder la compostura:
—Oiga, señor chepa (en realidad aquí le dijo su nombre de pila) ¿No me va a pagar usted? Estamos a día quince y…
—Ya te pagaré, no seas tan prisoso.
—Es que yo trabajo por el dinero.
—¡A ver si es que te crees que yo trabajo por amor al arte! —y se fue riendo con grandes carcajadas y dejando al camarero con la palabra en la boca.
Abundando en el positivismo de la primera frase, una tarde, cuando ya llevaba varios meses en el puesto y había cogido una ligera confianza con algunos clientes, uno de ellos, le inquirió:
—Fulanito ¿Eres novio?
—A medias. —respondió.
—¿A medias? ¿Qué es eso de a medias?
—Que ella no lo sabe.
Causando el alborozo en la parroquia.
Dejó el puesto y de vez en cuando lo veo, ahora la bicicleta la monta el padre y va siempre andando. No ha perdido la sonrisa de criminal en serie.