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miércoles, 13 noviembre
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Orden establecido, por Pedro Muñoz Plaza

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Imagino lo que debía ser la lucha obrera,  la lucha por la igualdad de la mujer, de los gays o cualquier otro colectivo o minoría de finales del XIX y principios del XX. Aquellos trabajadores de jornadas interminables y míseros jornales en huelga. Imagino a aquel empresario gordo, con chistera y puro en la comisura de los labios, apoyado por los poderes políticos y económicos, dejando en la calle o metiendo en la cárcel, en el mejor de los casos, al cabecilla obrero; condenando así al hambre a su numerosa familia, dando escarmiento y haciendo ver al resto de plantilla que ir contra el «orden establecido» les podía salir muy caro.
Leo en un diario digital un articulo titulado «La tragedia Griega: entre susto o muerte, Grecia ha decidido morir»
Grecia no ha decidido morir, su gobierno ha decidido enterrarla. Grecia ya estaba muerta y su gobierno se ha cansado de que andar haciendo escarnio con su ya maloliente cadáver.
Dice el artículo que romper el orden establecido le puede salir muy caro a Grecia. Las consecuencias serían catastróficas para los griegos… Y así debe ser, y así quieren que sea: 

«… no han sido muy conscientes los gobernantes de las Islas de la necesidad que hay en algunos estados, caso de España, de una implosión griega para que sus votantes conozcan cuáles son las consecuencias últimas de tanto populismo vendido como la panacea de todos los males. Que los votantes descubran que, al final, las amenazas de romper el orden establecido se vuelven contra sus ponentes tan pronto quieren ejecutarlas…»

Ésa es, en última instancia, la guerra que está librando Bruselas. La misma guerra que libraba el enorme usurero con puro, chistera, fábrica de camisas y obreros de sol a sol muertos de hambre: proteger «el orden establecido». Esa es la guerra de la Bruselas, y está dispuesta a ganarla cueste lo que cueste.
Grecia ya estaba muerta cuando Tsipras ganó las elecciones prometiendo a los griegos que haría las cosas de otra forma. «El orden establecido» ha sido cómplice, cuando no ejecutor, de su asesinato. Sería de bien nacidos reconocer errores (o culpas), echar tierra sobre su cadáver, buscar la salida del cementerio y mirar para adelante con la conciencia limpia y ojos nuevos.
Al parecer, la guerra es otra.
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