(De «El atrevimiento de los bombardinos»)
«Querida Concha: He pedido permiso a mi jefe de negociado, Don Leonardo. Es posible que pueda llegar a Tomelloso el mismo día de Nochebuena, una vez en Madrid, dejaré el tren para coger el autocar, con suerte podré tomar el de las cinco de la tarde. Compraré, dios mediante y si la RENFE cumple con los horarios, dos tabletas de turrón blando y medio kilo de mazapán de La Mallorquina; sé cómo te gusta. Espero y ruego que estés más repuesta que cuando estuve esta feria. Siempre tuyo: Antonio».
Antonio estudio la Carrera de Comercio en Ciudad Real y fue el primer perito mercantil de su familia. Aprobó una oposición y ejerce de oficial en la Diputación Provincial de Valladolid. Concha es su novia de toda la vida, vive a dos puertas de la casa donde Antonio nació y sufre vahídos, melancolía y aburrimiento. Toda la noviez ha estado supeditada a la partida doble y al método hamburgués, durante la época de estudiante de Antonio; a los pueblos de Valladolid mientras preparaba la oposición y al proceloso mundo de las licencias industriales una vez sacada la plaza, ya va para tres años.
Antonio vive en la pensión de doña Clotilde y pasea por las tardes por el Campo Grande y la Acera de Recoletos. Para la patrona, Antonio es su héroe doméstico.
—Es un santo. Un verdadero santo, no hace más que ir de casa a la Diputación, de la Diputación al Campo Grande y a casa. —contaba a todo el mundo— Se pasa todo el día cantando alabanzas a su novia, la pobre Concha.
Don Leonardo, el jefe de sección, de vez en cuando le pide algo, con mesura y educación. Don Leonardo es un pusilánime, atildado y pequeñito que no sabe regañar. Cuando el oficial manchego hace alguna pifia —algo frecuente, pues nuestro héroe es un negado— en lugar de vociferarle y usar blasfemias tonantes de arriero, le reconviene entrecortadamente y con muchos puntos suspensivos:
—Vera usted Antonio… ya sabe usted que lo quiero como a un hijo… yo tendría que decirle…
Por medio de un ujier, don Leonardo le avisó a Antonio para que acudiese a su despacho, a recoger el permiso solicitado.
—Aquí tiene. Firmado por el señor Presidente y con dos días más de los solicitados. El permiso empieza ahora mismo. Felices pascuas y un próspero año nuevo. —y dijo para acabar— Muchos recuerdos a Concha de mi parte y de la de mi señora esposa.
Desde la ventanilla del tren se veía la desolada llanura castellana, con los charcos helados y los matojos cubiertos de gris escarcha, como petrificados.
En Madrid la gente andaba deprisa, cubierta de abrigos y bufandas. Tenía tiempo y se fue andando desde la estación del Norte hasta la Puerta del Sol. Las loteras parecían damas íberas sedentes. Compró el turrón y el mazapán. Cogió el autocar en una calleja perpendicular a la estación de Atocha.
Desde el ómnibus contemplaba el eterno crepúsculo manchego sobre el mar de viñas, algunas ya podadas. Al pasar por la Carrasca de la Sandalia, respiró aliviado. Era feliz.
Llamó a la casa de Concha, nerviosamente, con el paquetito de La Mallorquina sujeto del cordel dispuesto a cenar con su novia.
—Felices Pascuas Antonio. Concha no está, ha dejado este billete para ti. —le dijo la abuela, único pariente vivo de la novia y con quien vivía.
—¿Eh?
—¡Qué tomes!
«Adiós Antonio. Espero ser más feliz que contigo ¡Qué te zurzan! Concha»
—¿Puedo cenar con usted, abuela? El turrón y el mazapán los pongo yo.