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martes, 17 diciembre
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La hermandad de los poetas, por F. Navarro

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Escucho en un acto cultural —concretamente en la presentación de un libro de poemas; dicho sin afán proselitista, sino por exponer la mera verdad—que la poesía es un género de minorías. Que no se compra la obra poética y que si ellos, los poetas, no leen a otros poetas, no los lee nadie. Suena a una suerte de fraternidad de vates, una hermandad endogámica de poetas leyendo de continuo obras en verso, o prosa poética.

Hoy me acuerdo de Betanzos.

Y de las monjas de Ávila circunvalando la muralla con humildes alpargatas, mirada gacha y manos ocultas; de las ahorrativas abadesas dobladas por el peso de la faltriquera, malcomiendo para poder juntar el dinero suficiente con que erigir una fundación o pagar una misa diaria hasta el fin de los días. Uno no es Twain, donde va a parar, pero el invierno que más frío pasó fue un verano en Ávila. Paseando una noche de primeros de septiembre con un jersey como de papel de fumar (granate, lo recuerdo) se echa de menos la estameña, si es que se puede añorar algo que no se conoce.

Los poetas transgreden románticamente con fondo negro, entre loores, denunciando todo aquello que es susceptible de denunciarse por medio del verso libre; del verso suelto. Pero ya no gritan como Otero, Cabañero, Grande o Celaya. Ahora rompen su silencio, con actos de fe, simplemente provocando, despertando conciencias, pastoreando almas. Los poetas se conoce que tienen grandes sentimientos y un profundo sentido de la responsabilidad. Y, sobre todo, una necesidad intrínseca e insaciable de intentar cambiar el mundo.

Hoy, como digo, me acuerdo de Betanzos.

También de los tres asesinos en serie de Gante, subidos cada uno a una torre, vestidos con abrigos de espiguilla hasta los pies (que es el uniforme prescrito para los matadores múltiples por el gobierno de Flandes) y el botón de arriba del cuello abrochado. Willy está en la de la iglesia de San Nicolas, tuerto del ojo izquierdo. Wouter trabaja en la Catedral y le falta media oreja, no sé cual. Maurice en la torre Belfort, es valón, que ya es bastante desgracia. Los tres usan el mismo y expeditivo sistema para segar vidas: se acercan a los cándidos y descuidados turistas que no sospechan nada de tan pintorescos personajes, los agarran de los tobillos y los lanzan por cima de la barandilla. Ha habido días (es muy nombrado el 15 de agosto del 90) que llegaron a sincronizar los arrojados con un segundo de diferencia. Solo les permiten acabar con uno al día a cada uno y sin posibilidad de cambio ni acumulación. Ya se sabe lo estrictos que son los flamencos.

Los poetas, a pesar de lo que parezca, son ambiguos en su constante lucha entre la luz y la sombra. Usan verbos aterradores, desesperanzadores, solitarios, desazonadores, impactantes, entristecedores, estremecedores, sobre todo de la primera conjugación, con más fuerza que los de la segunda y mucho más serios que los de la tercera.

Recuerdo Betanzos, hoy especialmente.

La ría que huele a salitre. Los helechos. El casino con las paredes y el piso de madera. Las pisadas en el entarimado del círculo brigantino suenan como si subiese uno los trece escalones. También en el citado establecimiento ejerce de mesero el gentil Xan, que explica a quien no lo sabe que un bock es un envase en el que se sirve la cerveza, mayor que la caña y con un asa en el lado.

También  me acuerdo del globo, ascendiendo sobre la noche. Y de la plaza llena de gente, en la que no se distinguían los poetas.

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