Las fotos viejas —algunas de color sepia—, nos entretienen y nos recuerdan la inexorabilidad del tiempo. Nos hacen pensar en la gente que sale retratada, nos evocan casi siempre anécdotas y pocas veces disgustos. O al menos eso creo.
Las fotos viejas —algunas de color sepia—, son como pinturas de Valdés Leal que nos advierten que todo pasará y que solo seremos halogenuro de plata fijado en un papel. En casa —como en tantas— las fotografías estaban guardadas en una caja de lata de Cola-Cao (el alimento de los campeones). La caja tenía pintada en el culo una escena de una madre, alta y rubia como la cerveza y dos niños, jaros y hermosos, que pugnaban por alcanzar una bandeja en la que la mamá portaba una jarra grande del recuelo. A color y todo. Nosotros entonces (y las fotos de dentro) éramos en blanco y negro y ni tan altos ni tan guapos como los chiquillos del dibujo. Ni nuestras madres, claro, se parecían a aquella madre alta y rubia de la ilustración.
Invento historias y plasmo recuerdos para amortiguar los golpes, para que sean más leves. Invento historias porque no sé hacer otra cosa. Porque los manotazos en la boca duelen menos y el amargor se diluye mientras las pienso. Invento historias pequeñas como mi vida y sin moraleja, ¿quién es uno para decirle nada a nadie? Invento historias, a veces como clavos ardiendo.
La caja de los retratos, al abrirla y cerrarla, emitía un ruido confortable y tranquilizador. Las fotos (en blanco y negro y algunas, como digo, de color sepia) estaban amontonadas, sin orden. Muchas tenían el borde troquelado con semicírculos, otras el sello del retratista y de vez en cuando aparecía una con alguna inscripción en el anverso: “aquí tenéis a Catoñete con su señora guitarra para tocarle a Santiaguete”. Jugábamos a ver fotos de tiempos inalcanzables, de futuros pasados hace décadas, de esperanzas, de anhelos y de vidas nuevas.
Relojes de bolsillo, chalecos, sombreros de fieltro, sonrisas desdentadas, moños, misales de nácar, rosarios, velos, boinas, el primer auto, blusas de faena, gafas de pasta, la galera con mies, mostachos, afanes, gorras de plato, novias de paseo, Barajas, tupés, faldas, calcetines blancos, el primer tractor, flores en el pelo, meriendas en Ruidera, vendimias con moscas, caballos de cartón, carnavales, bautizos, arreglos de boda, pantalones de pana, miradas descompuestas, barbas de una semana, herrando a la mula, yendo a la feria, paseando por Madrid con la mano en el bolsillo para que no te quiten la cartera, novios que morirán, primos que morirán, abuelos que morirán, padres que morirán…
Y de vez en cuanto, también en la lata, aparecían recordatorios que, enmarcados en negro, rogaban una oración por el eterno descanso del alma de fulano o mengana. En la póliza de decesos se especifica el número de recordatorios, la calidad y la tipografía. No obstante, la compañía manda un agente para repasar con los deudos las clausulas, con el muerto aún caliente y pasando el dedo en una tableta de la casa Apple.
El tiempo es inmortal, los hombres, las mujeres, todos, caemos derribados, como poco, por la edad. Alguien, alguna vez, nos repasará entre montones de fotos, algunas amarillas.
«Algún día
se pondrá el tiempo amarillo
sobre mi fotografía». (Miguel Hernández)