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sábado, 23 noviembre
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“El año de Cervantes”, XXI Premio Periodístico Juan Torres Grueso

El año de cervantes

El año de Cervantes

Los pueblos de La Mancha son oasis de civilización en la extensa estepa amarilla. De igual modo que el mar se viste con el azul del cielo, aparece La Mancha ataviada de sol, perpetuamente dorada, en el lado de la Península donde ubicaríamos el corazón del mapa. Quizás Cervantes situó a nuestro hidalgo universal en este espacio solitario porque la naturaleza de su ser es precisamente esta acusada soledad de La Mancha, que dista entre sus comunidades una prolongación de silencio, donde inventar es el camino más corto para alcanzar la compañía de uno mismo.

Porque el viejo Alonso Quijano vivía consigo en lo alto de la casa, allí donde los libros cobijaban su triste figura. Y, entre otras muchas cosas, el Quijote es un prolongado testamento de quien desea la aventura para ser libro, y por ende, caballero. Libro en continente, libre en contenido, don Quijote se esfuerza en trazar su periplo, y para ello pone a servicio de su ilusión la propia imaginación, la que ha fraguado en sus lecturas. Hay cosas que solo la literatura puede hacer realidad y otras que únicamente el empeño de la sensibilidad logra llevar a cabo. En La Mancha hay dos modos de vivir la lectura: con los ojos en el libro o atravesando sus calles cual hidalgo soñador, cual escudero entregado, cual autor de una aventura donde todo es posible.

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Los pueblos de La Mancha llevan años desarrollando un especial interés por la creación literaria, son los aludidos oasis de la estepa, oasis coquetos, luminosos y austeros, que se proyectan como escenarios cervantinos al tiempo que podrían albergar la novela de Ignacio Aldecoa El fulgor y la sangre o la huida y posterior ocultamiento del protagonista de Con el viento solano, también de Aldecoa. Recuerdo un bellísimo cuento de Laforet, El veraneo, que vino a mi memoria aquella mañana de domingo en la que amanecí en La Mancha por vez primera y escuché la música que vociferaban los altavoces de una iglesia. Desde la ventana de la fonda podía observar a las personas del pueblo que, como lágrima en un pañuelo, dejaban su huella de frío sobre las piedras de las calles.

Así lo sentí en un viaje a La Mancha en el que tuve la oportunidad de serpentear sus calles, rodear las iglesias, pernoctar en sus fondas y adentrarme en una noche de invierno cortante y cruel, que en su primera lanza de frío mostraba su abrazo reconfortante, aislado del ruido, de la furia, de la urbana condena de los automóviles. La Mancha mantiene impertérrito su corazón de caballero andante, loco de viento y en detenida belleza; su corazón de poema épico.

Cervantes perpetró una segunda parte de su Quijote para defender la única autoría de la magna obra, desdecir a los apócrifos, sobre todo a Avellaneda, apoderándose de su propio personaje, y para ello desarrolló el ingenio ya tan altamente demostrado. En dos capítulos de la segunda parte, el XXI y el XXII, Cervantes palpita su pulso de dramaturgo y nos regala un entremés en forma de capítulo novelesco. En esta ocasión, los amantes Quiteria y Basilio urden una trama teatrera y espectacular para alcanzar su sueño: el matrimonio. Don Quijote, con su olfato de rastreador de aventuras, aparece en escena para intervenir a favor del amor, empresa y batalla definitiva de todas sus venturas y lanzas. Sancho, espectador perpetuo, se esfuerza en proteger el vino.

En 2015 celebramos el cuarto centenario de la publicación de esta segunda parte, a lo mejor con cierta resaca de la conmemoración de la primera, acaecida en 2005. Lo cierto es que el Quijote es un sello, eso que se ha denominado -¿acertadamente?- como marca España, y que habría de ser analizado para concretar si detrás de este biombo potente, visible y llevado a la extenuación, realmente hay una sociedad que lee su gran obra literaria, que se identifica con el mensaje libertario de su protagonista y, por ende, decide sumarse al pensamiento crítico e irónico que Cervantes confluyó en el Quijote.

Las marcas son siempre peligrosas. Todo lo que pretenda englobar a una sociedad corre el riesgo de crear una definición superficial e interesada, que beneficia a las élites y debilita la tasa cultural de su población. O, dicho de otro modo, ¿cuánta estrategia política hay detrás de las acciones destinadas a celebrar los correspondientes aniversarios de las dos partes del Quijote y ahora, en 2016, del fallecimiento de su autor? ¿El presupuesto destinado a tales fines podría funcionar como una apropiada mampara que oculte la verdadera política cultural de nuestro país? No sería la primera vez que pasa. Las naciones crean sus propios héroes culturales, aquellas figuras que se imponen como indiscutible orgullo de la masa -en este caso de la lengua española, lo que rebasa nuestras fronteras-, pero el sistema educativo, que es la base de la proyección pública de Cervantes en nuestra sociedad, adolece de una firme implantación y una consensuada línea de contenidos. Hasta ahora, los intereses partidistas han modificado y acondicionado a sus principios políticos y morales el devenir de dicho sistema educativo.

Cervantes no permanece lejos de esta disyuntiva. Se trata de un escritor divertido, irónico, colorista, como tantas veces se muestra incisivo, sarcástico y terriblemente oscuro. El escritor doblegó cuantos perfiles literarios fue capaz de emprender con tal de hallar en la escritura una prolongación de su complejo mundo interior, su mirada fraguada en la batalla, su vida repleta de experiencias. Y el Quijote es, en gran medida, una condensación de su postura cívica y pública. ¿Hasta qué punto su mensaje, su propia filosofía, es alterado y manipulado para cobijar convenientes interpretaciones?

En don Quijote y en Sancho actúa una doble y conjunta personalidad, la que los hace complementarse mutuamente, la que en ocasiones posibilita un intercambio de roles. De ahí que la segunda parte del Quijote se nos antoje necesarísima y agradezcamos la invasión apócrifa de otras plumas, ya fuera solamente para motivar a Cervantes a emprender su propio punto y final. Tal vez, de entre tanta celebración repetitiva y poco original, sea conveniente aprovechar presupuestos y esfuerzos para desempolvar lecturas y análisis del Quijote y de la figura de Cervantes, que han contribuido a universalizar su figura y a mantener la llama del aprecio y la admiración.

Me refiero, por poner solo un ejemplo, a la encomiable labor que el escritor y crítico literario José López Martínez, natural de Tomelloso, ha desarrollado en torno a la figura de Cervantes y su obra. De López Martínez dijo el poeta Leopoldo de Luis que “postula en sus numerosos trabajos cervantinos una simbiosis: España-Quijote. Y la fundamenta en que ambos términos arraigan en el corazón mismo de La Mancha […]. Es justo reconocer que el regionalismo de López Martínez no es restrictivo, sino proyectivo. O dicho vulgarmente: no es barrer para adentro, sino abrir ventanas hacia fuera”. Con la cita pretendo ilustrar que mientras unos calculan el año de Cervantes, otros suman lustros a su lectura apasionada. Y esto sí que marca la diferencia.

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