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lunes, 23 diciembre
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El boniato sabe a niñez, por F. Navarro

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Casi acabadas las navidades. Sólo falta San Antón. El egipcio barbado es el epílogo de las Pascuas por estas tierras del Señor. Hogueras como protección de las caballerías. Antes  en las brasas se asaban humildes patatas y entrañables boniatos. Ahora se hacen parriladas con partes del cerdo: comer cadáveres de animales como celebración del santo patrón de las bestias es truculento y paradójico pero reconfortante.

El boniato sabe a niñez, a manoplas de lana y a pídola; es un alimento dulce, pero no empalagoso; crédulo, pero no ingenuo y humilde, pero no tanto. Mi madre los asaba en una olla-horno. También el pollo.

En casa de un amigo todos los domingos comían pollastre rustido en ese perol. Me consta, pues durante cerca de un año lo fui a buscar a las 15:30 horas todos los domingos y siempre lo encontraba  con el ave a medias. Después salchichas blancas fritas, indefectiblemente. Mi camarada tomaba de una fuente y con los dedos, con movimientos rápidos, precisos y escrupulosos la ración de longanizas que fuese menester. En el centro de la pieza había una estufa de leña pintada de gris plata. De postre naranja. La mondaba con un chuchillo, en círculos e intentando sacar la piel entera haciendo una especie de faja.

El sabor del boniato tiene la honradez de un novel escasamente bataqueado.

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