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lunes, 23 diciembre
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Doña Fabiola y la báscula, por F. Navarro

bascula

Doña Fabiola gastaba gafas de esas de culo de sifón. Le daban un aspecto extraño, como de un ser de otro planeta. Luego, cuando salieron los cristales reducidos —la óptica avanza que es una barbaridad—, le crecieron los ojos y las narices le descansaron.  Doña Fabiola se pinta los labios de rouge, como la capa de un torero; o un tío mío que se fue de voluntario a las Brigadas Internacionales, a Albacete.

—¿Pero tú no eres de Tomelloso, hermoso?

—Claro, internacional.

Luego mi abuela se lo trajo, riñendo allí con todo quisque, porque el zagal no tenía ni dieciséis años. La Patria no estaba para esas blanduras, le dijeron. Pero ella se lo trajo, menuda era.

Doña Fabiola tiene una tienda en una calle estrecha, de esas que atraviesan la de los Carros. En todo el foco del barrio más antiguo de la ciudad, dónde viven los agricultores con más solera y con las viñas mejor arregladas. Doña Fabiola pesa los géneros con una báscula americana fabricada en Toledo de Ohio. Le limpia el platillo con limón, que desinfecta y huele bien. Cuando la pesada pasa de un kilogramo gira una rueda y aparece un 1 en un dial, mientras se ve un cero, redondo como un baleo. Llega hasta cinco.

Doña Fabiola desinsacula con una paleta de acero inoxidable las legumbres de unos sacos de arpillera. Las modestas leguminosas las sigue despachando como antaño, a granel. A la clientela le parece que así son mejores, más naturales. Hace unos capiruchos muy bien hechos con papel de estraza, y ahí descarga las habichuelas, o los garbanzos, o las lentejas, para luego pesarlas.

Doña Fabiola es muy atenta con la clientela pero no se ríe ni aunque le pelen una gallina.

—¿Y tu padre, Angelines?

—Pues que ahora le ha dado por no comer y componer versos. ¡A la vejez viruelas!

—¿Y qué dice?

—Pues que el amor es lo más bello que hay y que se quiere morir.

—¡Pues vaya plan!

—Apúnteme esto, doña Fabiola. El sábado cuando cobre mi marido se lo pago.

Doña Fabiola tiene trucada la balanza con un sistema de contrapesas muy bien organizado que quita cuando vienen los inspectores de consumo. Solo lo saben ella y Dios. Bueno y su director espiritual, don Apolonio, pero lo guarda en el secreto de confesión.

—Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida… ¿Y la bascula Fabiola, y la báscula?

—Igual don Apolonio, igual… una es débil.

—Pero llevas treinta años con el comercio.

Doña Fabiola tiene muchas cosas oídas en la tienda, algunas terribles que le hacen acabar espantada la jornada. Pero ella, a pesar de todo, nunca les ha dado mucho crédito a las habladurías. La gente, ya se sabe, habla muchas veces por hablar.

En la calle, un chucho enamorado olismea el hito de unas portadas, con delicadeza, aplicadamente y lleno de buenos propósitos.

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