Este Domingo de Ramos, cargado de tristeza, malos recuerdos e impotencia, el tiempo acompaña, el sol se impone y la gente se ha echado a la calle. Arreglada, de tiros largos, no vaya a ser que se nos caigan las manos. Conmueve —o a lo mejor no tanto— ver al personal vestido de fiesta. La ropa siempre ha avisado de la llegada de la Semana de Pasión. Madre nos llevaba a un almacén de la plaza, en Cuaresma, lo recuerdo, a comprarnos el vestuario festivo que ella se encargaba de pagar durante el resto del año a tanto la semana. Todos los domingos, inexorable y tocado con boina, aporreaba la puerta de la casa —de cualquiera por las que pasamos— el cobrador de la lonja para recordarnos las consecuencias de nuestros actos y, sobre todo, la perseverancia de la memoria.
Este domingo, de desaliento, empieza la Semana Santa: Jesús cabalgando a lomos de un burro, entre hosannas, Él es el único que sabe la hora que le aguarda. Pero no hoy.
Dionisio, el poeta, avanza por la calle del Campo camino de la Posada de los Portales donde Manuel, el pintor, expone sus cuadros. Nos vamos juntos. En la sala hay mucha gente, arreglada, claro, recuerda que es Domingo de Ramos, descorazonador, pero festivo. Miran las pinturas admirados y hablan. Las acuarelas de Manuel representan la vida, son la vida misma, escrupulosa y descarnadamente transustanciada en hojas de papel Fabriano. Nómadas en estaciones, pescados, paisajes, África, el mar, Nueva York, contenedores, autobuses, bares, calles, gente…
Manuel pinta como quiere, lo que quiere yendo más allá de la perfección: porque corrige la realidad. Es capaz —Manuel, el pintor, digo— de acompasarla a su estado de ánimo, de mejorarla si llega el caso. Recorremos, el poeta y este que escribe, la muestra de Buendía, que es el apellido del pintor. Hablamos de arte—bueno, te confieso compasivo lector, que el que habla es él, Dionisio, el poeta, ¿adónde va uno?—. De la perfección que el pintor aplica a todo lo que hace. Caigo ahora en la cuenta que el apellido que orna a Manuel, Buendía, ha sido durante muchas generaciones el epítome del realismo mágico.
En esas estamos cuando llega Manuel, el pintor, sonriendo, con hechuras de Hemingway. Los dos artistas se ponen a hablar de arte, pero sin redundancias. Mientras, el público, arreglado para este domingo, contempla los cuadros. Hay quien duda de si son fotografías. Todos hablan, admirados, de la perfección de las acuarelas de Buendía —si te fijas, también tiene complexión de senador romano—.
Llegan más artistas. Hablan, entre ellos, de conceptos artísticos. La gente corriente, vestida para la ocasión, por el contrario, habla de lo bien que pinta Manuel. Tal vez esa sea la grandeza del arte de Buendía. O la paradoja de este Domingo de Ramos, primaveral y desconsolado, pero luminoso. Gracias a las acuarelas.