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viernes, 22 noviembre
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A propio riesgo (recordando a Onetti) por F. Navarro

onetti acostado

Hay películas en las que no sale John Wayne, no son mejores ni peores: sólo son distintas; también hay escritos que no son de Onetti.

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Recuerdo Los adioses, El astillero y Para esta noche. Tres obras del maestro oriental relacionadas en el orden de la lectura y que, curiosamente, es contrario al de la escritura… Ciento seis años, veintiuno ya en Santa María. Onetti le recuerda a uno su incapacidad escritora, conociendo de antemano la imposibilidad de llegar a nada más que componer algunas frases en un orden, algunas veces, agradable.

Pocos días después de que a Onetti le diesen el Cervantes compré en un kiosco Los adioses. Una edición de Bruguera, el volumen venía forrado en plástico. Recuerdo la portada, verde, o eso espero. Me metí el libro en el bolsillo delantero de un chubasquero azul en aquel lluvioso abril de cuerdas de tender, pinzas de la ropa, sardinas frías, motos sin carné, carteles de Leonard Cohen y pelo largo.

La novela es una extraña historia de amor en un pueblo con dos mundos: un hotel en la sierra para tísicos, la mayoría condenados a muerte y un almacén, abajo, en donde todo se compra y se vende. El frío narrador comienza a sentir lástima  por un enfermo, un ex basquetbolista taciturno y en franca decadencia física. Se interesa por las cartas de dos mujeres completamente distintas que aparecen en la vida del enfermo.

Hay muertes dulces, de las que uno no se entera; fallecimientos producidos por braseros con todos atufados como pajaritos. Madre, para evitarlo, echaba un hierro oxidado, una herradura generalmente, dentro, con aquello evitaba nuestra muerte, o al menos eso decía. Lo que no lograba era que la punta de las suelas de goma de los zapatos se quemase, llenando la estancia de ese olor particular, acre, pero confortable.

El astillero impregnado de polvo, envuelto en suciedad y óxido, lleno de escombros y abandono y con sabor a Lucky Strike. Noches de gasolinera en hamacas de playa; de Ocaraf Solrac, rosas de sanatorio, incipiente movida y reciente asonada. La decadencia de la novela me cautivó y, sobre todo, la personalidad irredenta del autor.

Larsen regresa a Santa María cinco años después de su destierro. Jeremias Petrus le propone la Gerencia General del Astillero y acepta.

Astillas como combustible utilizado por San José para calentar a la Sagrada Familia en el imaginario bondadoso y materno, totalmente apócrifo y esperanzador.

Para esta noche, metida en un bolso de lona verde OTAN. La pieza contribuía a nuestro calculado desaliño indumentario. Querían, un profesor de literatura  —contenido, petulante, fumador, sofista y pesado, gracias al que descubrí a Cunqueiro— y uno de inglés  —sevillano, buena persona y con pañuelo de cuello—, que sirviese la novela de excusa para entablar conversación y después relación, si llegase el caso, con una chica que ellos pensaban que me convenía. Desde ese instante, además de sus virtudes, tuvieron en su hoja de servicios la maca de trotaconventos fracasados, pues mi timidez patológica me impidió acercarme a menos de cien metros de la prevista señorita. Recuerdo la anécdota pero no a la elegida por ellos, extrañas maneras de la memoria.

La narración se desarrolla en una Buenos Aires hostil. Bares, prostíbulos, sedes de partidos, pensiones, hoteles, esbirros, el Jefe, Morasan, desaparecidos, el peronismo. Sin ninguna concesión, llena de mal, certera.

Hay escritos que no son de Onetti, sólo son peores.

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