Señor alcalde, madrinas, autoridades, queridos vecinos de Tomelloso, amigos…
¡Muy buenas noches!
Os aseguro que no miento ni exagero un ápice al deciros que constituye para mí un verdadero honor estar aquí con vosotros en este momento, compartiendo el arranque de unos días tan felices. Un honor y una distinción que recibo con gratitud, emoción y alegría, porque comprendo lo que significa esta designación y sé que, como buenos castellanos de estirpe recia, no sois dados a regalar oídos o prodigar halagos, sino más bien parcos de palabra al tiempo que expresivos en la sinceridad de los gestos. Lo sé, porque yo soy muy parecida a vosotros: Al pan, pan; al vino, vino, y las cosas, por su nombre.
Dice el sabio refranero español que nadie es profeta en su tierra, lo que a día de hoy viene a ser tanto como pregonera, cosa que en el caso de Tomelloso, ciudad abierta a la tolerancia, no resulta ser del todo cierto, pero en el mío, hija de una Vasconia desgarrada y feroz, responde absolutamente a la verdad. Algunas tierras no solo no brindan tribunas para la palabra, sino que se empeñan con saña en cerrar bocas incómodas para quienes se han adueñado de su libertad. De ahí que mi gratitud hacia este pueblo y sus gentes sea sincera y profunda por partida doble. Primero, por honrarme convirtiéndome en la voz llamada a proclamar la grandeza de vuestro vino con ocasión de estas Fiestas de la Virgen de las Viñas cuyos ecos traspasan los confines de La Mancha… Y más que las van a traspasar a partir de ahora, pues para encargarme de ello estoy yo aquí. Segundo, por hacer que esta noche, de nuevo, como hace unos años con motivo de la presentación de mi primera novela y de la lectura de un pregón de Navidad, me sienta, entre vosotros, como en mi propia casa.
Solamente quien conoce la experiencia de llevar su hogar a cuestas metido dentro de un baúl, y quien ha catado el vino agrio del exilio, comprende el significado último de esa hospitalidad que vosotros regaláis a manos llenas. Lo comprende, lo valora y lo lleva grabado a fuego en el corazón para siempre.
Pero basta ya de prolegómenos, que el tempo apremia.
Permitidme pues que empiece tomando prestadas las palabras de un poeta que ha cantado como pocos a la pasión, a la mujer amada y a la tierra. Tres elementos que, vistos con ojos abiertos a la metáfora, constituyen tres manifestaciones distintas de una misma y única verdad.
En una ciudad que apuesta decididamente por las artes y las letras por encima de crisis y coyunturas económicas, manteniendo en vigor premios importantísimos, me siento muy a gusto hablando de literatura.
Dejó escrito el gran Mario Benedetti:
«Cómo querría otra suerte para esta pobre reseca
que lleva todas las artes y los oficios
en cada uno de sus terrones
y ofrece su matriz reveladora
para las semillas que quizá nunca lleguen
cómo querría que un desborde caudal
viniera a redimirla
y la empapara con su sol en hervor
o sus lunas ondeadas
y las recorriera palmo a palmo
y la entendiera palma a palma.
O que descendiera la lluvia inaugurándola
y le dejara cicatrices como zanjones
y un barro oscuro y dulce
con ojos como charcos.
O que en su biografía,
pobre madre reseca,
irrumpiera de pronto el pueblo fértil
con azadones y argumentos
y arados y sudor y buenas nuevas
y las semillas de estreno recogieran
el legado de viejas raíces»…
Es posible, incluso probable, que las legiones romanas que entraron en Hispania y recorrieron la meseta a lo largo de dos siglos, hasta consumar la conquista de este solar levantisco, tuvieran ya en el vino un motivo de sosiego y relajo, como antes lo habían tenido fenicios, griegos y pobladores originales de nuestra amada piel de toro. Los constructores de la calzada que unía Alces con Laminium, hoy Calle de Don Víctor Peñasco, bebían con toda seguridad vino, al igual que los guerreros de la Cruz o de la Media Luna que se disputaron en innumerables batallas esta tierra fronteriza.
El caldo de vuestras viñas ha escrito la historia de España en letras color escarlata, idéntico al de la sangre derramada, y plantado los cimientos de una aventura común acrisolada con el transcurso de las centurias y el paso de las generaciones. Una andadura venturosa, de azadones y argumentos, que ha unido para siempre la dura tierra manchega con las vides llamadas a hacer de las viejas raíces del vino una realidad viva y pujante en La Mancha de hoy. Una realidad cambiante a la vez que duradera, porque el vino es a nuestra cultura lo que la sangre a nuestro organismo: Un fluido vital insustituible que se renueva constantemente.
Y es que con la misma intensidad con la que el hombre busca el alimento necesario para la supervivencia, la vid hunde sus raíces en la tierra desde tiempos inmemoriales. Su historia es por ello reflejo y acompañante de la propia historia de la humanidad, y esta simbiosis encuentra una de sus manifestaciones más hermosas aquí, en Tomelloso, donde decir uva es decir trabajo, pasión, dedicación y futuro.
Hombres, vid, vino, labor, mantienen una estrecha, íntima y profunda relación que ha escarbado a lo largo de siglos en las emociones del alma, hasta hallar ese lugar, abierto al sol de plomo y al pedrisco, donde la vida se muestra tal como es, ruda, cruel, con una intransigencia que a menudo no perdona, pero al mismo tiempo dispuesta a regalar fiesta y risa, goce, placer, verdad. Verdad como la que defiende y expresa en sus cuadros ese tomellosero ilustre, llamado Antonio López, que aúna en su persona y en su obra lo mejor de esta tierra vuestra.
“In vino veritas”, dejó escrito Plinio el viejo. Algunas interpretaciones vulgares reducen esa sentencia a la constatación de que los borrachos suelen decir la verdad, pero lo cierto es que el sentido de ese aforismo va mucho más allá y se refiere, creo yo, a la verdad que encierra el propio vino. A esa verdad enraizada en la tierra desde antiguo. A esa naturaleza fiera, pero al mismo tiempo generosa, que acoge en su seno las cepas y ofrece una fusión mágica de encuentros y desencuentros, de texturas y sabores, de aromas infinitos y carácter recio, que ha forjado vuestro espíritu a lo largo de la Historia. El espíritu inquebrantable de estas planicies manchegas.
Imagino que durante su deambular por estos pagos requemados, que hoy surca veloz el AVE aunque el tren, inexplicable e inaceptablemente, no llegue todavía a Tomelloso, los ojos del ingenioso hidalgo, don Quijote, verían, como los míos, grandes llanuras de tierra que se pierden en el horizonte, al pie de pequeñas elevaciones de terreno. Kilómetros y kilómetros que engañan a la vista hasta hacerla perder el sentido de la perspectiva, en los cuales, sin necesidad de bálsamos de fierabrás ni hechizos, la luz ardiente del sol veraniego crea imágenes distorsionadas, ondulantes, a semejanza de espejismos, transformando los apacibles molinos de viento en aterradores gigantes. Contemplarían, como hago yo, una tierra que muda de piel a lo largo del año y se viste de blanco en invierno, manteniendo latente la cuna dormida donde las vides descansan sin abrigo, hibernando, despejadas de frutos, hojas y hasta de jugo vital, esperando las primeras mañanas cálidas de primavera para rebrotar, triunfantes, rebosantes de vida y verdad.
Y es hermosa la transición. ¿Cómo podría no serlo? El letargo invernal deja paso a un despertar en el que los primeros rayos de sol emocionan a la viña, haciéndola llorar a través de las heridas sufridas en la poda del invierno. Lágrimas fértiles y esperanzadoras, que marcan el ritmo del año y de las estaciones, imprimiendo al viñedo todo el esplendor cuyo fruto alegra esta noche nuestro paladar, nuestros corazones y confío en que también el bolsillo de los viticultores, que bien merecido lo tienen…
La Virgen de las Viñas, bajo cuya advocación celebramos esta fiesta, es por ello, a mi modo de imaginar, más alá de la preciosa imagen que nos acompaña, una mujer joven, dichosa, que carga a su hijo a las espaldas y lleva un gran cesto de uvas apoyado en la cadera. Una mujer laboriosa, cantarina, como lo son y han sido a lo largo de generaciones todas las vendimiadoras de La Mancha. Una mujer valiente, consciente del valor insustituible de su quehacer y su esfuerzo. Una madre amorosa sin dejar de ser una trabajadora infatigable. En resumen: una tomellosera como cualquiera de vosotras.
Ésa es mi estampa, coloreada en tonos vivos, de esta Virgen de las Viñas cuya festividad celebramos y en cuyo honor nos hemos vestido de fiesta.
es que la propia vid se ha vestido de fiesta, día a día, hora a hora, a lo largo de los meses, hasta llegar, esplendorosa, al cesto de los vendimiadores, a la barrica y a la botella.
Un vestido de hojas grandes, de racimos que saludan al verano pletóricos de granos apretados, al principio diminutos, que han ido creciendo con el latido de la tierra, con el jugo que volvió a bombear desde las raíces hundidas en busca de alimento. La vid se ha vestido de fiesta, como nosotros, adornándose con frutos jugosos arrancados por manos ancestrales, expertas en el arte milagroso de transformar la fruta en zumo fermentando capaz de alumbrar el alma y entonar el cuerpo.
Y de repente, lejos de la luz, ha recomenzado otro ciclo complementario. Un ciclo que es el mismo, que forma parte del mismo aunque se desarrolle en otro espacio, en el que la oscuridad, el silencio y el tiempo en el sentido amplio de la palabra; el presente y todo el pasado impregnado en los troncos retorcidos de la vid, salen a escena con el afán de completar la tarea.
Porque el vino es una representación extremadamente fiel de la vida. El vino es vida, ciclo vital, tiempo, trabajo, paciencia, aprendizaje…
En ese tiempo de maduración el zumo fermentado vive y lleva a cabo el proceso que lo funde para siempre con el ser humano, hermanando su conducta con la nuestra. El vino crece, desarrollando su propia personalidad, y desnuda poco a poco su genética, su entorno, el cordón umbilical que lo ha mantenido silenciosamente unido a la tierra.
Al igual que nos ocurre a nosotros, el vino evoluciona. Bien lo sabéis vosotros, sus parteras. Antes de limar sus defectos y suavizar sus arranques de juventud eufórica, muestra la aspereza de la vid. Luego, poco a poco, tranquilo, en la oscuridad y el silencio de la bodega, pierde su efervescencia adolescente para madurar, para encontrar reposo, para finalmente, de nuevo a la luz, entregar en cada pequeña porción de sí mismo todo su ser. Lo mejor de su naturaleza.
Este proceso milenario, un millón de veces repetido, funde en una sola historia la tierra con sus habitantes, el vino con el hombre, la esperanza con los sueños, el ayer, anclado en el pasado más remoto, con el presente y la ilusión del porvenir.
Esta historia habla de trabajo, de sudor, de lágrimas, de sonrisas, de vasos y jarras, de botellas, de copas, de tragos, de amigos. Esta historia se renueva de año en año, porque de año en año se nutre de las nuevas esperanzas que se forjan con cada racimo arrancado, con el fin de cada vendimia que deja paso a un nuevo ciclo, a un nuevo sueño, a una nueva vida que comienza.
«Vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar, y viejos autores para leer,» anhelaba Francis Bacon. Yo suscribo. La escritora que vive en mí vuelve una y otra vez a los clásicos de juventud, para descubrir nuevos y apasionantes matices. La mujer se aferra a los amigos leales. La hedonista que pugna por prevalecer descubre con renovado placer el aroma del buen vino añejo, como los que proliferan ya, felizmente, en Tomelloso y en toda Castilla La Mancha.
Porque en otra de sus lecciones magistrales, probablemente la más sabia, el vino nos enseña lo peligroso y baldío que resulta ser este ejercicio de búsqueda de la eterna juventud en el que anda empeñada la sociedad de nuestro tiempo. Lo fútil de un empeño tan vano y abocado a la frustración como carente de sentido. Lo es, de manera especial, cuando surge de la falta de reflexión, cuando esta búsqueda inútil se convierte en objetivo en sí mismo y no en dudosa herramienta socio-laboral. Lo es, en todo caso, al olvidar que lo eterno se nutre de la experiencia y ésta del esfuerzo, del aprendizaje que hace mudar lentamente la juventud hacia un estado distinto, del que brota una renovada belleza.
De nuevo el vino se convierte en lección vital de la mano de su vínculo con el hombre y la tierra. Nos enseña que sólo del paciente y docente paso del tiempo nacen frutos dignos de ser compartidos frente a una chimenea, en una amistad que huye del foco de la juventud o de la seducción pasajera para convertirse en lectura eterna. «Vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar, y viejos autores para leer…» Por más que, de cuando en cuando, también surja alguno nuevo que merece la pena. ¡Qué voy a decirles yo, si me dedico precisamente a juntar letras!
Ya voy terminando que los fuegos llaman a la puerta…
Aprovechemos esta enseñanza. Que nuestra historia no sea baldía y seamos capaces de hacer que nuestras vides den, hasta el final de su tiempo, el mejor fruto posible, cuidado, mimado y respetado en su esencia, en su propia naturaleza, origen y destino de una verdad sin la cual no hay maduración posible.
Empecé citando a Benedetti, seguí con Cervantes y Bacon y voy a termina con Jorge Luis Borges, que nació tal día como hoy, 24 de agosto, hace 115 años:
«Vino, enséñame el arte de ver mi propia historia / Como si ésta ya fuera ceniza en la memoria.»
En mi vida en mi historia, os lo aseguro, Tomelloso ocupa ya un lugar abrigado, para siempre.
Y ahora, amigos y amigas de Tomelloso, ¡basta de palabras!
Llega el momento de alzar las copas, abrocharse la sonrisa a las orejas, aflojar cinturones, soltar nudos a las faltriqueras y disponernos a celebrar que es 24 de agosto y arranca la fiesta grande.
Tomelloseros, gritad conmigo:
¡Viva la Virgen de las Viñas!
¡Vivan las Fiesta de la Vendimia!
¡Vivan Tomelloso y sus gentes!
Isabel San Sebastián