Ha muerto el poeta Félix Grande. Uno tiene la suerte, o la desgracia, de ser el último premiado con el galardón que lleva su nombre en la Fiesta de las Letras de Tomelloso. Lo había visto alguna que otra vez y había oído referencias suyas. A mi padre sobre todo, pues era amigo de un amigo suyo, del mismo barrio. Este que digo vivía en la calle La Habana y Grande en la calle Asia, aunque no venga al caso. Lo que si he hecho ha sido leerlo y muchos de sus poemas me han estremecido.
El verano pasado —el 9 de julio, lo recuerdo— en este nuevo oficio que dios nos ha dado, acudí al museo López Torres a cubrir el fallo del jurado de los certámenes literarios de la Fiesta de las Letras. Había presentado dos obras, relatos claro… adónde va uno. Cuando llegué, Félix Grande estaba en la puerta, fumando. Nos saludamos y mi mano derecha estrechó la suya, esa que sepa dios las palabras que habrá cincelado. Hablamos del calor y de lo que picaba la paja de cebada. De los tábanos y del valor de una sombra en medio de un liego, a esas horas y en ese tiempo. Bueno, en otros.
Sorprendentemente el jurado premió uno de mis escritos, Flamenco. Félix Grande, el poeta, el escritor, dedicó a este humilde juntaletras, recitando con esa confortable voz queda que transmitía confianza y cercanía, la letra del fandango con el que su padre enamoró a su madre. No recuerdo cual era, ni hay constancia de ella, pero fue cierto: lo juro.
Ahora se ha muerto. Félix Grande, el poeta, alto, inconmensurable, cercano, que comía pipas en los cines de verano. Honrado. Contaba historias pequeñas y nada estridentes, sonreía como nadie y daba esa confianza que solo da el olor a café recién hecho un domingo por la mañana.
Descansa en paz.