—A veces es peligroso tener la conciencia tranquila. La preocupación y la culpa nos mantienen despiertos, o al menos en duermevela y evita que a uno le roben la parva o le quiten la ropa.
El abuelo enuncia ese aserto al nieto mientras comprueba que las chicotas le han puesto en la cesta de mimbre la merienda y los avíos necesarios para pasar la noche en la era. Llama a sus hijas chicotas, con retintín, algo de desprecio y ladeando la boca, pero solo un poco. Ellas callan y preparan meriendas, cuecen café, lavan ropa y arrancan lentejas cuando llega el caso. El abuelo, mientras dura la trilla se va a guardar la parva todas las noches a la era. Es alto, antaño rubio y sirvió en Lanceros de la Reina, en Aranjuez. Cuando está inspirado habla de la nobleza de los caballos.
El abuelo cultiva aplicadamente lo de no tener la conciencia tranquila: es más malo que el rejalgar. Disfruta siendo así y los malos hechos los hace a recalca maza.
El nieto lo contempla mientras repasa el avituallamiento e insulta a alguna chicota por no haberle puesto la dosis exacta de pan o por haberle metido en la hortera algún chorizo que no cumple sus estrictas normas para con los embutidos.
El abuelo, con media docena de hijos solo manda y guarda la parva. Desde que podían gobernar una yunta o sujetar una azada los ha mandado a trabajar, que para eso están. A la hija mayor se la llevaba al campo, desde que tuvo cinco años, para que le hiciese compaña en las largas noches de las quinterías. Como nació mujer ¿para qué quería ir a la escuela?
Si sus hijos, ya mozos salían algún sábado de juerga y se retrasaban, el domingo les tenía alguna faena preparada en algún pedazo de los de cerca del pueblo.
—Si es por tener la conciencia tranquila, abuelo, poco va a dormir usted.
El nieto, cuando está cerca la feria, recuerda la vez que lo llevó a los toros, con cinco años.
Por aquellos años, los toros se daban en una plaza portátil que había por dónde están ahora los institutos; el coso principal estaba en ruinas y mientras se reparaba, los festejos se celebraban en aquel coliseo de hierro y madera. El abuelo fue a buscar a su nieto mayor para llevárselo con él a la corrida. Meses antes lo había llevado al cine, a «La mujer pirata», a gallinero y porque la criatura no pagaba entrada.
Cuando llegaron a la plaza portátil, el abuelo sacó su entrada y cogiendo al niño de la mano se dispuso a pasar al anfiteatro.
—El niño paga media entrada. —dijo el portero que llevaba una gorra de plato y un brazalete con la bandera de España.
—Espérame por aquí hasta que acabe la corrida. —le dijo al nieto, dejándolo en la calle y pasándose a los toros.
El niño empezó a berrear y afortunadamente un cabo de la policía municipal que dedujo quien era el chavea lo llevó a su casa en la Bultaco.
Al abuelo no le quitan ni una lenteja de la parva. Las únicas que le quitan grano y porque él quiere son las hermanitas de los ancianos desamparados. Cada año les da un saco de lentejas.
—Hay que tener contentas a las monjas del asilo, que nunca sabe uno donde puede acabar sus días.