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viernes, 20 diciembre
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Magia, por F. Navarro

manos-magicas

Mediaba septiembre y todavía hacía calor. Aún usaban como salita el patio cubierto, pieza más fresca que la titular. Después de mayo trasladaban el tresillo, la mesa y sillas para comer y, por supuesto, el imprescindible televisor a esa parte de la morada. Daba sensación de provisionalidad pero refrescaba.

Durante toda la semana por la televisión previnieron a los espectadores de la entrevista que en un programa de máxima audiencia, presentado por un señor con un bigote a lo Easy Rider, le harían a un mago israelita el sábado por la noche. Recomendaban a los televidentes que tuviesen preparados durante la emisión los relojes rotos que poseyeran y cucharillas de café, ya que el increíble brujo semita haría que de nuevo anduviesen los relojes y las cucharas se doblasen y rompiesen sólo con el poder de la mente.

Después de la cena, la confiada madre fue a por un reloj verde, de un verde que parecía aeronáutico y cuyas manecillas brillaban en la oscuridad. El nigromante, un tipo con el pelo a lo afro y hablando en inglés, traducido por el presentador del bigote, explicaba que había que dejar los relojes mirando a la tele, que los haría marchar, telequinesia mediante. Después conminó a la audiencia a coger una cucharilla y partirla imitando su técnica y con la fuerza del magín.

El padre se aplicó afanosamente en la tarea de romper la cuchara. Lo hizo diez minutos después de que acabase el programa y empleando la fuerza bruta. El reloj seguía parado. Después pusieron un telefilme de detectives que tenía cautivado al cabeza de familia.

—Antonio, llévame al médico, no me encuentro bien. —dijo la madre.

—Te esperas a que acabe la serie.

—De verdad, que estoy muy mala.

—¡Qué te esperes!

La mujer se tumbó en el sofá. Al poco rato vomitó en el suelo. Ella misma lo limpió.

Torre de Gazate Airén

—Te ha sentado mal la cena. —sentenció el marido sin dejar de mirar la pantalla.

El hijo, de doce o trece años, observaba la escena asustado pero intentando guardar la compostura. Miraba a la televisión y a su madre, cada vez más angustiado.

—Antonio vamos a dar un paseo, necesito que me dé el aire.

—Cuando acabe esto.

—Antonio, por Dios te lo pido, estoy malísima.

—Vete tú sola.

El hijo terció.

—Vamos mamá, yo te acompaño.

 

Salieron a la calle. Dieron un largo paseo por las rúas en penumbra, la madre con la cabeza agachada y del brazo del hijo. Tras una hora, la mujer recobró la alegría que le caracterizaba.

—¡Qué gusto, ya estoy buena!

—Me alegro mamá.

—Venga, vamos a correr.

—¡Mamá!

—Corramos y saltemos. Riamos. Estaba malísima y ya estoy buena: pensaba que me moría.

—Mamá, por favor, no me avergüences. Pensarán que estamos locos.

—¡Qué piensen lo que quieran!

Se pusieron a trotar cogidos de la mano, al poco tiempo el hijo había perdido el pudor y se dejaba llevar, saltando y riendo como la madre. Cuando llegaron a la casa el padre se había acostado, despreocupadamente y sin esperar su regreso.

En la pieza se oía el tic-tac del reloj verde avión.

Madre e hijo se miraron.

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