He soñado con Pla. Estábamos en una oficina estrecha, con cristaleras y persianas venecianas de plástico gris, polvorientas y sonoras, con los picos doblados por el uso. Parecía una ventanilla de algún tipo de negociado. Me ha contado con los ojos que vivía en Tomelloso. Los ojos de don José parecen una puñalada en un saco de grano. La boina era más grande de lo que normalmente aparece en su iconografía, no llevaba gabardina y sí corbata. Y jersey. De un rojo melancólico que tiraba a granate. El grana es el bermellón que no se atreve a serlo, como si le diese miedo la pasión.
A pesar de lo raro no me resultaba extraño que la voz a Pla le saliese de los ojos entornados. La boca mantenía una sonrisa perenne, exagerada y fenicia. Como el mayordomo del anuncio de Netol. Como si te la fuese a meter doblada. Los dedos los tenía amarillos de la nicotina, pero durante el sueño no ha fumado (al menos que uno recuerde), se conoce que las quimeras nocturnas están moduladas por lo políticamente correcto, como el cine de Hollywood.
—Y usted Navarro, ¿dónde trabaja? —me han inquirido sus ojos con acento de Palafruguell
—En “El Heraldo de la Llanura”.
—¿Sigue allí Práxedes Muñoz Expósito?
—Allí sigue, don José.
Me ha confesado que vive en Tomelloso por la tranquilidad, por lo bien que arreglamos las viñas, pero sobre todo, subyugado por nuestro abuso de los hipérbatos. Eso de que hablemos cambiando el orden de los elementos de la frase tiene maravillado al maestro. Pero va y viene cada día a Barcelona, me ha dicho. Es normal, el teletransporte es un tema recurrente en los sueños de este que te escribe, simpar lector.
—Una vez en Barcelona conocí a García Pavón. En una entrega del Premio Nadal. Lo ganó él con Las hermanas coloradas. Además, el señor Vergés nos editaba a los dos. Usaba americanas de tweed y gafas doradas. —me contaban los ojos de Pla— Tenía una boca grande, inconmensurable y muy propia para haber tenido algún diente de oro. Miraba por encima de las gafas, como buen profesor y se ponía las manos atrás paseando. Entendía mucho de lo único que merece la pena: de aires, cantos de pájaros, puestas de sol e historias viejas.
Me ha señalado, el señor Pla, que en Tomelloso hubo una vez un gramático llamado Estebita Villasevil. Daba clase en el colegio de la calle del Campo de lengua y literatura españolas. Este Esteban era también geómetra. Pero su mayor gloria le viene porque inventaba palabras. Muchas de ellas incorporadas al léxico tomellosino, que ahora no viene al caso mentar. Idear vocablos le reportó fama y un reloj de pulsera bañando en oro y con mecanismo de Tourbillón gracias a «fumiento», que viene a ser la persona que tiene muchas ganas de fumar. Esta palabra, me refiere don José, la usó luego el señor Pavón.
—¿Qué se siente siendo el mejor escritor español del siglo XX, don José?
—Hambre sobre todo, Navarro, tenga en cuenta que pasa ya de la una.
Sobre la mesa en la que estamos hay cientos de cuarterones de tabaco. Picadura selecta. Casi tantos como libros de don José, que también están desparramados por el escritorio. Tiene el tablero forrado de linóleo imitando a la madera. Hay una sumadora de esas de palanca. Y un dietario Myrga con las pastas grises.
—Cuide usted los adjetivos, Navarro. Como un albañil su talocha, o un panadero su pala. Cuídelos. Medítelos, píenselos, deles el copero que necesiten. Búsquelos.
—Así lo haré, don José.
—Y si no encuentra el que necesite, líese un cigarro.