Cuando se nos van personas como Miliki, se nos hace un agujero tan grande en el corazón que sólo es posible llenarlo con las buenas cosas que nos dejó a lo largo de su vida, una herencia de las que valen más que todos los tesoros del mundo: una infancia feliz capaz de gritar con fuerza “Biiiieeeeen” cuando se le preguntaba ¿cómo están ustedes?, mientras la vida familiar de los 70 se paralizada para reunirse en torno a un televisor que aún no sabía de colores.
Los niños de entonces, ahora ya creciditos, llevamos para siempre el marchamo de un payaso con porte en apariencia torpe que nos enseñó cantando y bromeando a aprender a vivir en serio desde la ilusión, la inocencia, la risa y la sonrisa, y a compartirlo en compañía de otros.
No me equivoco si digo que Miliki fue un hombre de su tiempo y del tiempo que iniciaba con cada luz del nuevo día. Nunca anclado en mieles de tiempos pasados dignificó su profesión, su familia, a los niños y con ellos a toda la humanidad, pero por supuesto, a sí mismo. Tal vez por aquí ande el secreto de hacer sagrado aquello que se toca y aquella persona con quien tropiezas. Tal vez el misterio de dar dignidad empieza por uno mismo, vaya, al final como casi todo, siempre por uno mismo.
Reconocemos la dignidad del otro, no ya por el hecho de ser, sino también por lo que puede llegar a ser, por su capacidad de tener aspiraciones y proyectos, sea cual sea su edad, estado civil o condición, seamos ricos, seamos pobres, todos estamos llamados a poder ser, todos somos dignos.
Difícilmente reconoceré al otro en su dignidad si yo no me considero así. Si no dignifico mi trabajo de cada día, mi familia, mis amigos, mis dificultades, mis logros, mi situación concreta… todo mi presente.
Aquí reside la diferencia entre conformarse con la mediocridad o tender a la excelencia; no en el tener, sino en soñar como hacer único y venerable lo que me acontece. Es romper con el vivir varada en el pasado temiendo la llegada del mañana. Es ser valiente y vivir con plenitud cada momento a sabiendas de mi capacidad de hacerlo siempre más bueno.
Por cierto y a propósito del presente, ya se sabe que nunca tiempos pasados fueron mejores aunque pasemos demasiado tiempo en su deleite, recomiendo “midnight in Paris”. No me gusta Woody Allen. Una vez estuve en Paris y no me gustó nada, llovía, llovió demasiado.. Esta tarde me ha encantado la película y el retrato que hace de Paris.