En la lista de los mayores enemigos de la humanidad debería figurar una clase de personas que voy a intentar describir. O en una próxima revisión de la Historia Universal de la Infamia del maestro Borges. Son esos «…pedantones al paño/que miran, callan y piensan/que saben, porque no beben/el vino de las tabernas.» En definitiva: «Mala gente que camina/y va apestando la tierra… ».
Después de la machadiana introducción, colocada para darle más empaque y prestancia a este artículo, te preguntarás, sinérgico lector, a que depravados seres me refiero. Son tipos abyectos que van minando la moral de la sociedad en estos tiempos tan difíciles. Peores que la langosta —mucho más, dónde va a parar, vendrían a ser, gráficamente, como saltamontes con velocidad de neutrino—, van royendo la yerba a tus pies, chupándote la energía y libando tu cerebro.
Tipos con un ego tan grande como la Catedral de Santa María de la Sede de Sevilla. Por si no lo sabes informado lector, la seo hispalense es la catedral gótica mayor del mundo ¿No te lo imaginabas, verdad? ¿Pensabas que ese honor le correspondía a alguna alemana o francesa? Normal, los de la tierra de María Santísima solemos infravalorar lo nuestro.
Reconduzcamos el texto, que nos dispersamos con glosas pretenciosas e inútiles y que no aportan nada al asunto.
Me refiero a esas personas que padecen el “síndrome de la sala de espera de la consulta del ambulatorio”, que tan sabiamente definió y mensuró el psiquiatra vienés Von Kloridaten Juinvinempf. Esos seres a los que incautamente —siempre bajo encantamiento previo de frases y lisonjas del malhechor— y con intención de desahogarte, liberarte y encontrar apoyo, les cuentas tus problemas. Indefectiblemente, una vez acabada tu confesión, empiezan su perorata por el pronombre YO, y continuan con una suerte de memorial en el que tratan de hacerte ver que lo tuyo es pecata minuta.
Da igual te que hayas quedado sin trabajo, que la bebida te corroa el alma, que vivas debajo de un puente, comas de la caridad pública, tu mujer te haya abandonado, tus hijos te escupan en la cara… Da igual. Lo suyo es infinitamente peor. Si insistes en tu desgracia, él seguirá hablando en el punto justo en el que dejó su anterior intervención, como si tu parla no hubiese existido, o tu discurso fuese para él tal que los anuncios en las pausas de Breking Bad: un mal menor. Desde que cambiamos el dios tonante y vengativo del Antiguo Testamento, con sus plagas y sus rayos fulminadores, por este tan piadoso, estos tipos van crecidos.
Te hunden. Es algo desconsolador. Esa falta de empatía, ese egoísmo, te reconcome, te deprime y te entierra aún más. Intentas compartir tus problemas, encontrar un alivio, alguien que te ayude a alcanzar el brocal del pozo en donde estás metido y en lugar de eso, te dan con el cubo a la cabeza.
Es la primera y más necesaria reforma, recuperar la empatía, la solidaridad y los vínculos humanos que tan útiles nos han sido en otras ocasiones.
Cuentan que cierta vez en una quintería, estaban alojados un par de peones de mediana edad y un zagalillo que andaba por allí recogiendo sarmientos. Durante la cena el chiquillo no paraba de llorar, con dignidad y contención, pero a lágrima viva.
—¿Qué te pasa moreno, que tanto lloras? —le dijo uno de los hombres.
—Pues que enterramos ayer a mi madre y tengo una pena muy grande.
—Es que hay días… —le respondió— Yo mismo, ayer también, perdí la petaca.
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