Al señor Benigno le dicen en el barrio “Peluquín” y le gusta dormir la siesta en una hamaca de playa. En verano sin camisa y en invierno tapado con una manta de pachtword regalo de su abuela; cuadrados unidos, hechos a ganchillo, con el fondo azul y escasas variaciones en el color de las líneas paralelas a la base o a la altura: amarillo, blanco y verde. De vez en cuando lila.
El señor Benigno suda (en invierno y en verano) bajo el torcido bisoñé. Tiene dos: quita y pon. En una peluquería, antaño barbería, limpian, cardan, desinfectan y peinan el de recambio. Cada quince días va a mudarse la melena; el maestro oculta a la visión de los clientes y tertulianos la liturgia del cambio de boina. Mantiene en secreto los arcanos, los ritos iniciáticos y las técnicas de la cubrición de calvas con una cortina negra de plástico. La escena hubiese hecho las delicias de Quevedo, con perdón.
A Benigno, que siempre duerme la siesta en el piso de arriba, lo llama su mujer a voces desde el piso de abajo:
—¡Benigno, coño! —le dice.
Pero él se queda sordo a la hora de la siesta.
A Benigno —de quien no vamos a revelar los apellidos, no está bien ir por ahí descubriendo estirpes de nadie—, también le dicen en el barrio “Pinocho”. Tiene una nariz que parece (ya metidos en Quevedo) una chuleta puesta de canto. Cuentan maledicentemente en el barrio que su madre lo llevaba de bebé como a los sifones, suspendido de las napias con un dedo. Ya maduro recuerda al Poirot que hacía David Suchet.
Presenta, su mujer, sigue voceando, como si nada:
—¡Benigno, coño!
Y Benigno, que si quieres arroz.
Una vez fue Benigno a ver al alcalde. Tenía un herrén a aquel lado del canal. Después de tapado el caz y construida una avenida, asfaltada, con árboles y cada tanto, una pieza de jaraíz, el ayuntamiento le mandó un oficio por el que le pedían medio millón de pesetas. Al hombre aquello le parecía excesivo. Anduvo los pasos para que en las casas consistoriales le revisaran las tasas, o en el peor de los casos le fraccionasen el medio kilo.
Ya lo tenía todo prácticamente arreglado, solo precisaba de reunirse con el alcalde y que este confirmase las gestiones. Pidió audiencia y se acercó al Ayuntamiento.
—Pasa y siéntate, Benigno. —le dijo el corregidor
Mientras el alcalde hojarasqueba el expediente de nuestro héroe se encendió un pitillo.
—¡Un momento! —exclamó Benigno— ¿Quién le ha dicho a usted que fume señor alcalde? ¿Acaso me ha pedido permiso?
—Hombre Benigno, no te pongas así, de todas formas estoy en mi despacho.
—Usted no tiene educación. —y se salió dando un portazo
Y claro, hubo de pagar hasta la última gorda de las tasas de urbanización del herrén de aquel lado del canal.