(Escrito en abril del 2012, cuando el Rey pidió disculpas por aquello de Botswana)
Don Saturnino Alcolea es inventor y sofista. El obrador de don Saturnino Alcolea es lóbrego y húmedo. Don Saturnino Alcolea es de la cercana villa de Socuéllamos. El obrador de don Saturnino Alcolea es bajo de techo; lo tiene en la cochera de una reciente casa unifamiliar, adosada y con una placa en la puerta que señala que está construida bajo la protección y el amparo del estado. Don Saturnino es alto, seco y medio tarambana; o tarambana del todo. En el obrador —al que algunas veces llama taller y otras cochera— hay una especie de panoplias de aglomerado con herramientas colgadas de escarpias; la silueta del útil está dibujada con rotulador indeleble azul de la marca Edding y modelo 751. Don Saturnino Alcolea es un hombre de fuertes principios y uno de ellos es su fidelidad a esa casa alemana de rotuladores; en épocas de crisis hay que mantener los fundamentos morales.
La afición a los inventos le viene al amigo Alcolea por un bisabuelo materno que fue cabo en la Guerra de África y herido en el Monte Albarrán. La guerra rifeña es muy literaria y ha dado para muchas páginas gloriosas de la literatura patria. El amigo Alcolea tiene una foto de su abuelo —metida con otras muchas en una caja de membrillo— vestido con capa, gorra de plato, pantalones de montar, botas lustradas hasta la rodilla y mirada perdida; está levemente apoyado en un soporte para macetas de diseño art déco. El antepasado del amigo Alcolea, durante el tiempo que pasó en el balneario de Fortuna, Murcia, convaleciendo sus heridas de guerra, ideo un sistema de llenado de estilográficas por medio de una palanca, que dejo expuesto e ilustrado en su cuaderno de notas con las pastas de cuero. Desgraciadamente el mecanismo fue patentado ocho años antes por míster Walter A. Sheaffer de Bloomfield, Iowa.
El uso reiterado y sistemático de sofismas por el inventor Saturnino es consecuencia de las largas horas de escucha de las tertulias de los programas matinales de la radio; también por la contemplación nocturna de los nuevos programas televisivos en lo que a voces se discute de balompié. Lo de ser un sofista lo lleva el inventor Saturnino como puede, pero nunca en silencio. Es curioso y enervante comprobar que todo el discurso del inventor Saturnino está hecho a base de retales oídos en los citados espacios multimedia.
A don Saturnino Alcolea, inventor, le pasó como a su bisabuelo materno cuando estuvo en la casa de baños de Fortuna, Murcia. Inventó, e incluso fabricó un ingenio para enjalbegar aprovechando la fuerza del aire comprimido. Un depósito metálico en el que se introduce la cal líquida, previamente tamizada; por medio de un émbolo que está dentro de la redoma y al incidir en éste mediante unas manijas similares a las de una bomba de hinchar ruedas de bicicleta, aumenta la presión del calderín, empujando a la cal al exterior a través de una tubería flexible acabada en un boquilla ad-hoc. Cuando don Saturnino Alcolea fue a patentar la cosa, descubrió que cinco años antes lo hizo un tal Parra de Tomelloso.
Don Saturnino, como antes su pariente, ni desfalleció ni aflojó las ganas inventoras. Ahora mismo, en el obrador de don Saturnino, ratonea un cilindro de ciclomotor al que ha hecho una serie de modificaciones para aumentarle la potencia y paradójicamente descender el consumo de combustible. No sabe que el engendro está patentado desde hace más de cincuenta años, por dos ancianos de su gremio, que durante años lucharon a brazo partido contra la “Aeronáutica” y que gracias a un concurso radiofónico consiguieron el dinero para acabar la máquina y patentarla.
Don Saturnino Alcolea, inventor y de la cercana villa de Socuéllamos, apaga el cilindro y enciende un pito. Le da una profunda calada que le llega a los talones. En la eternamente encendida radio que don Saturnino Alcolea, inventor y de la cercana villa de Socuéllamos, tiene en el obrador, se oye en ese preciso momento:
— Lo siento mucho. Me he equivocado. No volverá a ocurrir.
—A este hombre lo van a crucificar, el nuestro no es un país en el que se pida perdón. —dice Don Saturnino Alcolea para su chaleco, apagando el cigarro y volviendo al cilindro con un destornillador de estrella en la mano.