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viernes, 22 noviembre
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Jaraíces, por F. Navarro

jaraiz

En casa de la abuela transformaron el antiguo lagar en habitación de estar, con un fuego. A la pieza le seguían llamando el jaraíz y al nuevo molino de uvas construido al lado, en lo que fue la cuadra, también, esto provocaba confusiones. Como casi todo en esta vida.

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Desde que uno tiene memoria la sala de estar estuvo siempre allí y fue llamada de esa forma. Recuerdo el hogar de ladrillo visto, rojizo, dónde estuvieron guisando hasta hace nada. Permanentemente encendido, con el puchero del café al amor y mi abuela manteniendo eternamente pulcra y bien colocada la lumbre, cómo si su reputación de mujer fuese en ello. Barriendo y sacando ceniza e incorporando leña, cepas o sarmientos, cuando hiciese falta y en la cantidad precisa para que ardiese el fuego necesario.

En la mentada cámara tenían una radio de madera colocada en una balda colgada de la pared con palomillas de forja, el aparato tenía un gran círculo blanco con una aguja, como el minutero de un reloj y los nombres de exóticas y lejanas ciudades escritas circularmente. También había una televisión sobre una mesa metálica que siempre estuvo allí. Las tardes de toros los vecinos llenaban el cuarto, jaleando las faenas contenidamente y asintiendo con la cabeza. Para el fútbol debían buscarse otro sitio pues a mi abuelo le aburría el balompié.

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En la vendimia se contrataban pisadores para el jaraíz. Siempre  era fijo en plantilla Jesús, Perrila. Llegaba de noche y tomaba el desayuno que mi abuela le tenía preparado, un tazón de café y un par de rebanadas de pan tostado que el tipo desmigaba y echaba en el bol. Después un par de vasos de vino fresquito, por esta bebida sentía el hombre especial predilección y mientras duraba su alistamiento no pasaba ganas de ella. En aquella época los jornales se apalabraban incluyendo el vino. Llevaba camisas con estampados dignos de T. Rex.

Perrila tenía una hija casada con un valenciano que se llamaba Pepe, con el flequillo inasequible al peine: se le quedaba como la visera de una gorra. Un año se vinieron a vendimiar…, pero esa es otra historia.

Una vez desayunado Cinco Céntimos se ponía a organizar el jaraíz para cuando llegase el primer viaje de uvas. Lo descargaban él y el tractorista, que solía ser el tío más pequeño. Con horquillos grandísimos de puntas redondeadas, echaban las uvas a una máquina en la que giraban dos ruedas de hierro con acanaladuras, la destrozadora. El mosto corría por el suelo inclinado y pavimentado hacia un desagüe que comunicaba con la cueva; por medio de mangas se llenaban las tinajas.

Tras pasar la carga de uvas por el ingenio, con los restos sólidos del proceso se llenaban las prensas. Tenían un tornillo sinfín en el centro por el que se movía la gran campana metálica que estrujaba el contenido; éste se sujetaba con unas jaulas hechas de madera y hierro, con espacios entre las tablas para que saliese el jugo de la uva. En la base había un canal metálico con un rebosadero que vertía el mosto al suelo y de allí a la cueva. Era delicioso beber un vaso de ese néctar. La gran cabeza se movía por medio de una barra de hierro que trasmitía la fuerza a una rueda dentada que tenía una clavija para impedir que aquella volviese atrás. La palanca se empujaba adelante, lo que daban de sí los brazos, después se tiraba de ella hacia atrás, hasta el pecho. La clavija subía y bajaba en cada diente produciendo un sonido agudo y metálico muy característico y que servía para marcar el ritmo del trabajo.

Estrujado el carguío, las prensas se abrían y mediante carretillas el orujo se descargaba en pozo ad-hoc que estaba en el patio.

Cuando el mosto empezaba a fermentar había que tener mucho cuidado pues emitía gran cantidad del venenoso gas carbónico, el tufo. Había que bajar a la cueva con un candil y si acaso se apagaba, subir corriendo. Casi siempre morían pisadores y bodegueros atufados a pesar de las precauciones. En las escaleras de las cuevas se ponían grandísimos ventiladores, como hélices de aeroplano, para evitar que el anhídrido carbónico subiese a las casas.

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Acabada la vendimia, el pisador era licenciado.

—Para San Andrés, el mosto vino es.

—Pues si será.

Una vez transubstanciado el mosto en vino, había que moverlo dentro de las tinajas con unos útiles de madera llamados remecedores y trasegarlo, esto es, cambiarlo de una tinaja a otra, para su clarificación. Después de vendido todo el vino del año, se sacaban de las tinajas y vendían las lías o madres del vino, que parecían y olían como deposiciones diarréicas. Tras un determinado número de años había que arrancar de las paredes de las tinajas la capa de tártaro acumulado, género muy bien pagado por las fábricas de medicinas.

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