La Policía Local de Tomelloso, de antiguo nombrada cómo Guardia Municipal y también por el acrónimo, GMT, es universalmente conocida gracias a don Francisco García Pavón, escritor preclaro, licenciado en Filología Románica, maestro de escuela, bibliotecario y catedrático de la Real Escuela Superior de Arte Dramático, que vino a nacer en el número once de la calle de la Independencia de esa ciudad.
El nombrado García Pavón, escribió con mucho acierto y regocijo las aventuras de Manuel González, alias «Plinio», jefe que fue de la GMT, desde la dictadura de Primo de Rivera hasta el año de 1978, curiosamente sin envejecer lo más mínimo el guardia. Así lo vino a hacer en varios relatos y novelas: Los carros vacíos, Historias de Plinio, El reinado de Witiza, El rapto de las Sabinas, Las hermanas coloradas, Nuevas historias de Plinio, Una semana de lluvia, Vendimiario de Plinio, Voces en Ruidera, El último sábado y Otra vez domingo. Por la crónica del caso de las Coloradas, aquellas que se fueron a vivir a Madrid, adonde tuvo que acudir el jefe Plinio a resolver el intríngulis, le dieron al señor Pavón el Premio Nadal en 1969.
El referido don Francisco, también posee un sinfín de cuentos y otros escritos, agrupados en muchos volúmenes, dada su incansable e inacabable actividad literaria.
Las dependencias de la policía local se encuentran ahora en un edificio de la plaza, que fue juzgado de paz antes de la nueva ley de planta y anteriormente casa carnecería, de infausto recuerdo, ya que fue asaltada por el pueblo levantado contra los recaudadores, en la llamada Revolución de los Consumos. Modernas instalaciones, ocupadas por modernos y numerosos guardias, casi todos desconocidos, eficientes y pulcros en el cumplimiento de las funciones policiales y sobre todo, con la uniformidad.
Hace unos años la comisaría se encontraba en el edificio principal del Ayuntamiento, a la entrada del mismo. En una suerte de zaguán o vestíbulo que hacía de paso, había un banco de madera inmenso, donde se sentaban los porristas de servicio, los detenidos antes de pasar al retén a que les tomasen la filiación y quienes esperaban cualquier negocio de las Casas Consistoriales. Las enormes puertas de madera estaban siempre abiertas. En las calurosas noches de verano, los guardias más viejos, rebajados de patrullas, se sacaban una silla a la plaza y se sentaban al fresco, tan ricamente.
En una noche de aquellas, hace ya…, dos porristas de los más viejos y a la sazón vecinos, se encontraban al fresco, aguantando cómo podían las ardientes temperaturas nocturnas del verano manchego. Agradecidos a la suerte y satisfechos de su puesto de trabajo, en un sitio donde nunca pasa nada, repasaban mesuradamente casos antiguos, futuras faenas agrarias, preñeces, desahucios, riñas, etcétera. Cuando más tranquila estaba la noche y más picante la conversación, sonó el teléfono. El más joven se levantó encaminándose al cuarto del retén para atender la llamada, volviendo al rato con la razón.
—¿Quién era? —preguntó el más viejo.
—Era la Guardia Civil, que hay unos terroristas dela ETA esa por Ruidera, a los que persigue una patrulla de la pestañí, que estemos alerta por si huyendo llegan al pueblo. —informo el más joven.
Al oírlo el mayor se levantó cómo un muelle de la silla, echando mano de una de las bicicletas de los alguaciles y subiéndose en ella.
—¿Adónde vas? —pregunto el de menos edad sorprendido.
—¡A mi casa! —gritó el más antiguo ya pedaleando— ¡Qué me he dejado la pistola en la cómoda!
Años después, pero no tantos, también en verano, en una noche de servicio, acudió un coche patrulla de los guindillas que hacía su regular ronda. A uno de ellos, el cabo, se le notaba preocupado, nervioso; el hombre tenía el rostro descompuesto. Ante las preguntas de este cronista sobre la razón de su estado me refirió que hacía pocas horas habían entrado en el Ayuntamiento dos jóvenes; la hija de … y la de … , aclaró. Nada más pasar se han tumbado en el banco de la entrada, cerrando los ojos y haciendo ausiones. Al preguntarles el cabo la causa de su estado, una de ellas le ha referido que tenían «síndrome de abstinencia». Él les ha recomendado que siguiesen echadas en el banco y les ha ofrecido una manta, accediendo y cubriéndose con ella. El samaritano cabo se ha cruzado al Bar Alhambra y ha comprado, con su dinero, un par de bocadillos de tortilla francesa y dos tercios de cerveza, para calmarles el síndrome ese. Una vez en el ayuntamiento con las provisiones, al ofrecérselas, las dos mozas se las han tirado a la cara y han abandonado el edificio, profiriéndole insultos a grandes voces.
—A lo mejor es que les ha parecido poca cosa un bocadillo de tortilla y un tercio —dijo el cabo a modo de justificación— que la gente nueva de ahora, se pasan de caprichosos.
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