Yo no nací en casa del abuelo. A la casa del abuelo le llamábamos “casa de la abuela”. El abuelo se cubría la cabeza con una boina negra para salir a la calle. El abuelo tenía otra, grisácea, del color de ala de mosca, ajada y capada, para estar en casa. El abuelo habría muerto antes de salir a la calle con una boina sin rabo. El abuelo siempre llevaba la testa cubierta, sobre todo después de cortarse el pelo; los constipados le entraban por el torrado. En verano, el abuelo, se tapaba la olla con un sombrero gris, con forma de borsalino, de rejilla como los zapatos y se ponía una guayabera gris metálico, con agujeritos hechos por las bolliscas del caldo. En invierno llevaba blusón negro hasta que sus hijas le metieron todos en un baúl con embellecedores de cobre rojo y un candado como el de un penal; desde entonces se ponía americanas abrochándose la camisa hasta arriba y sin corbata, lo que le daba un triste aspecto de hospiciano o de vendedor de paloduz.
—Quién piensa en el pasado es porque le queda poca vida.
—Vaya usted a hacer puñetas.
El abuelo tenía la barba del color de la harina de cebada y se afeitaba con una máquina con un cable liado en círculos que desaparecían al tirar; al aflojar el tirón volvían los redondeles. Después del afeitado, el abuelo, desmontaba la rasuradora y la limpiaba pacientemente con un pincelito, que guardaba en la caja, y con grandes soplidos. La funda donde el abuelo guardaba la máquina de afeitar emitía, al cerrarla, un ruido muy aparente y familiar, un cloc muy bien afinado y circunspecto.
—¿A qué no saben ustedes el resultado de la consulta?
—Ni nos importa.
En la casa del abuelo vendían vino “en rama”. En el jaraíz instaló un sistema de sifones que desde la cueva subían el vino a la superficie. Éste salía por una manguera que se cerraba con una canilla metálica. Vendía litros de vino rubio y bien despachado —hasta el gollete—, también cuartillas, medias arrobas y arrobas. El abuelo avisaba el comercio con un escobajo colgado de una palomilla de madera sobre el montante de las portadas: el reclamo. El abuelo no comerciaba cantidades menores de un litro pues no quería tener que echar borrachos.
—España no aguantará con tanto sinvergüenza.
—Para usted la perra gorda.
La casa, las mañanas de verano, era un ajetreo. Alboreando el día llegaba el alfalfero vendiendo manojos de hierba para los conejos. Después y hasta la hora de comer, el cobrador de la vajilla, el de la iguala del médico, el de “Santa Lucia” a cobrar el futuro entierro, el cartero, los clientes del vino, los pobres de pedir y el panadero.
Como uno es el nieto mayor del abuelo, según cuentan los tíos y primos, era el preferido. Me daba acceso a lugares prohibidos incluso para sus hijos, como era el cofre de las escrituras. También me llevaba con él al campo, a ver a los chicotes cuando estaban cerca del pueblo. Liaba un pito de un dedo de gordo, me lo ponía en la boca y le metía fuego con el chisquero. Y ale, a darle a los pedales camino del Cuervo. También me daba vasitos de vino para que me saliese bigote, me engañaba jugando a la brisca, me enseñaba a leer en el Ya y a sumar y restar en los márgenes de Campo y Mecánica.
El abuelo era muy intransigente y no admitía contradicciones, aplicando severas contramedidas a quienes osasen a llevarle la contraria. Era capaz de estar una semana sin hablarte por corregirle una frase.
—Ustedes es que quieren que esto siga igual.
—Nosotros lo único que queremos es que nos deje tranquilos este rato, con nuestros recuerdos y que no intente meter baza para parecer el más listo de la cuadrilla.
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