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viernes, 15 noviembre
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La espera, por F. Navarro

parque

Es una tarde plomiza, propia de este extraño invierno. A las tres, sin comer, nos vamos a urgencias. A las del centro de salud. Chispea. Mi hija mayor, Mari Carmen, esta mala; constipada tal vez. Durante el trayecto, de vez en cuando, el limpiaparabrisas se pone imprevisiblemente en marcha; solo.

La celadora nos avisa que la tarjeta sanitaria está caducada. Le explicamos los síntomas y apunta en el ordenador. Nos dice que nos sentemos, que nos llamarán (Tú, y tú, y yo, nos turnaremos, en tornos de cristal, ante la muerte).

Me siento, solo, enfrente de un ventanal que da al parque. Mari Carmen se coloca perpendicularmente a mí, con el pasillo entre ambos. La persiana está medio cerrada, se ve una panorámica digna de ornar un perfil de Facebook: ramas peladas, ocres, enmarañadas, superpuestas, retorcidas, curiosamente voluminosas, sobre el gris del cielo. El hambre me atenaza, me huele el aliento, obsesivamente; la boca me sabe a reproche y fracaso. Me echo un chicle intentando disimular el acre gusto de los lustros perdidos. Miro al parque.

Debajo de esa ventana había una caseta, cubierta a dos aguas, llena de bicicletas. El guarda —llevaba una faja de cuero que le atravesaba el pecho, con una placa dorada, bruñida, una suerte de coleto que lo librase de todo mal—, requisaba las bicis de quienes osaban meterlas en la floresta. Una vez, hace ya… fuimos a robar habas a una huerta que lindaba con el parque. Recuerdo las matas azuladas y duras. Nos pusimos a coger las vainas y nos las guardábamos dentro de las camisetas que nos habíamos metido en los pantalones. El hortelano estaba en la otra punta del haza pero nos vio. Echó mano de un ciclomotor y salió a por nosotros. Nos montamos en las bicicletas, huyendo y perdiendo las habas por las perneras de los pantalones. A mi bicicleta se le salió la cadena, presa del pánico me bajé y me puse a correr llevándola del manillar, adelanté a los que iban pedaleando. Conseguimos zafarnos del huertano, o a lo mejor consideró que no debía perder el tiempo con nosotros. Tras la persecución, algo menos cruenta que las de Peckinpah, nos fuimos a refrescar a la fuente. La que da a los paseos. Entonces el seto de evónimos tenía un vano para pasar al surtidor. Uno metió la bici en el parque, una de aquellas con cuadro, de hombre; era de su padre. Nos pusimos a jugar con el agua y el guarda, subrepticiamente, enganchó el biciclo y se lo llevó a la caseta cubierta a dos aguas, etcétera. A pesar de los ruegos el artilugio durmió en la casamata y mi amigo caliente.

No nos llaman, hay trajín de médicos, se conoce que es la hora del relevo, o de comer. La sala de espera es demoledora, hay botellas de oxígeno sujetas a la pared con cadenas cogidas a la tapia por cáncamos taladrados en los azulejos. Los carteles son imperativos, impúdicos e indecorosos. Están pegados con esparadrapo y prohíben de mala manera. Bajo un banco hay un montón de gusanitos, naranjas, de un naranja falso y demasiado chillón. Enfrente una señora que me parece mayor y que seguramente sea de mi edad, hojarasquea en una blackberry. La protege con una funda de goma morada. Se pone unas gafas que lleva colgadas del cuello y teclea. Cada tanto desarma el teléfono, le saca la batería, la sopla  y la vuelve a meter. Mari Carmen también cacharrea con la suya, insistentemente, con fruición. Sale una joven que parece médico, pero no nos llaman.

Bogas Bus

Una vez buscamos caracoles en el parque, después de una lluvia. Millones de ellos, los metíamos en un saco, íbamos diez o doce por las plazoletas, tras los bancos. Estuvimos más de tres horas cogiendo bichos. Los vendimos a un bar que los guisaba, también debajo de las ventanas. Uno de los que íbamos murió pronto, aplastado bajo toneladas de remolacha en Despeñaperros. Lo trajeron ensangrentado, amoratado, deformado y lorquiano. Lo llevamos en hombros desde el Asilo al cementerio. Con el sudor de las manos se desprendía el barniz del ataúd. Las tuve manchadas más de una semana; todos los días me las lavaba con lejía viva y un estropajo de esparto para quitarme las manchas, aquellos estigmas marrones que me recordaban la muerte de mi amigo.

Son más de las tres y media. Estoy desfallecido. La celadora se apiada de nosotros y se mete por los pasillos en busca de algún galeno, de Samaria como poco. Abre una puerta, mueve los labios, espera y asiente. «Ahora os llaman».

En aquel lado del parque, el que da a los pinos, también había una fuente. Y un escenario hecho de piedra y cemento donde tocaba la música. Allí acamparon un año unos chiquillos que vinieran a vendimiar. Ese año se lleno la ciudad de hippies, eran ya los últimos, los más recalcitrantes. Hicimos amistad con ellos, de vez en cuando les dábamos algo de comida y dinero. Se lavaban en la fuente y hacían infusiones de estramonio, místicamente. Eran simpáticos, nos parecían cosmopolitas y denotaban una fraternidad seguramente forjada por meses de carretera. Había uno, moreno, enterado, de mirada torva; llevaba la voz cantante y cuando le tocó guardar el campamento no dejó ni las piquetas de las tiendas. Abandonado a sus dizque camaradas a la miseria más mísera, sin tan siquiera intemperie para dormir.

La señora se pone el abrigo, guateado, sin levantarse y mete el teléfono en el bolso marrón que imita a una marca de Paris. Tiene herrajes muy dorados. Se levanta, viene a mí. «Si vienen unos chicos, les dice que me esperen: voy al baño». Aparecen dos jovencitas, con mejores teléfonos, también con fundas. Se sientan donde estaba la señora. Teclean sobre la pantalla y cuchichean.  Regresa la doña, se pone en otra bancada, se despoja del chambergo, sentada, aparca el bolso, saca la mora y se pone a teclear. Todas teclean.

Los novios buscaban el parque para sus amores furtivos. Los pinos, las plazoletas con bancos, poniéndose de espaldas, de cara a los setos. Con cuidado de que no los conociese nadie, no fuera a ser que se lo contaran a los padres de ella y para que queríamos más. Cuentan de varios probos padres de familia que iban por las trasnochadas a observar ocultos las maniobras de los enamorados, aun a riesgo de que los pusiesen de vuelta y media si los descubrían.

Sale una oronda doctora y pregunta por la señora, refiriéndose a ella como «la de la tensión». Ella asiente. La galena va al mostrador, coge una llave de encima de un cuadro eléctrico y se mete en los baños. Los privilegios de ser guardiana de la vida de los demás. Las jovenzuelas hablan ya desacompasadamente, como no podía ser de otra forma, por encima del ruido del aire caliente. De pronto se para, dejándolas en fuera de juego. La doctora regresa, pongo cara suplicante pero no se inmuta.

Cerca de allí, en una explanada que había donde ahora está el centro de profesores y la guardería, ponían el circo. La mayoría eran de medio pelo, con leones famélicos —menos que yo, cerca de las cuatro y sin comer—, llenos de verdugones y trapecistas que cortaban las entradas. Alguna vez venía alguno bueno, como el de Torrebruno, del que me tuve que salir a medias a causa de una infección intestinal.

El parque ha sido una constante de mi vida. Recuerdo entre brumas un retablo de don Cristobita. Domingos paseando. Escondites, bailes, ferias, amores….

—¿Carmen?

—Sí.

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—Ya nos toca.

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